Asistí a la cátedra de formación ciudadana, Héctor Abad Gómez, con el fin de compartir con sus asistentes cómo mi proyecto de vida me permitió sobrevivir, combatir la soledad y el silencio, apreciar el contacto humano y constatar el valor de la palabra.
Participar en la cátedra, que existe desde hace tres años con la coordinación de Hernán Mira Fernández y un grupo de profesores de la Escuela de Salud Pública que lleva su nombre, como Álvaro Olaya y Germán González, entre otros, enaltece su memoria y conmemora el valor cívico de Héctor, hizo que aflorara en mí la nostalgia todavía más cuando abracé a su esposa Cecilia y a su hija Clara Inés. A él lo conocí cuando se desataba una ola de violencia contra profesores, estudiantes y representantes de movimientos cívicos. Era común escuchar sus gritos en las calles de la ciudad, defendiendo los derechos de las personas. A Abad lo acompañaban mis grandes amigos: Jesús María Ovalle, Leonardo Betancourt y Ramón Emilio Arcilla, vilmente asesinados.
Jesús María, un hombre con un acopio de valores morales e intelectuales asumió mi defensa cuando fui arrestado en la cárcel La Ladera en Medellín, donde se encontraban profesores y estudiantes de las universidades. Mi arresto se dio por participar en un movimiento estudiantil de la Universidad de Medellín, y Ramón Emilio, líder natural del Oriente antioqueño, tenía la particularidad que su voz era tan escuchada que toda esa región se paralizaba.
Ni Héctor ni ninguno de ellos apoyaron la lucha armada, fueron demócratas, tolerantes e inconformes con un Estado intolerante.
Cuando yo asistía a sus reuniones seguía con respeto clerical y admiración sus planteamientos. Recuerdo su tenacidad, su solidaridad y compromiso con la vida. Su amigo Carlos Gaviria lo describió como un buscador, "cuando uno hace de la búsqueda el proyecto vital no hay motivo de frustración, siempre está buscando", y agrega: "era también una persona que contagiaba a sus discípulos de la pasión que él mismo tenía de la búsqueda por el conocimiento".
Mientras estaba secuestrado leí dos libros de Héctor Abad Faciolince, escritor que me apasiona cuando lo leo: "Angosta" y "El olvido que seremos". Este último escrito en memoria de su padre, me dejó sin aire más de una vez, era como ver a ese personaje que sembró esperanza con sus acciones. Esas páginas trajeron a mi memoria su carcajada estruendosa o el silencio pausado, que generaba reflexiones profundas de sus amigos y estudiantes.
Esa voz está ahí, omnipotente, a través de este relato que aunque desgarrador está narrado con amor por Héctor, su hijo: "de mi papá aprendí algo que los asesinos no saben hacer; a poner en palabra la verdad, para que ésta dure más que sus mentiras". Con Faciolince no he tenido la oportunidad de interactuar, solo basta leerlo para decir lo de Adriano en sus memorias: "la palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana".
Héctor fue de esos hombres que mueren para saber cuánto nos hace falta. Carlos Gaviria utilizó un bello poema de Borges, Los justos, para referirse a él: "Un hombre que cultiva su jardín, el que agradece que en la tierra haya música, el que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho, el que prefiere que los otros tengan razón, esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo". Y sin duda Héctor sembró esperanzas en medio del temporal. Sembró una semilla que aún nos puede salvar.
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