La canonización de Juan Pablo II el próximo domingo me hace pensar en cómo el testimonio de personas que vivieron hace poco tiempo ilumina la fe y la esperanza en una época en la que muchos piensan que estas virtudes están en vía de extinción.
Pienso en la aparentemente trágica infancia y juventud de Juan Pablo II. A los ocho años perdió a su madre, a los doce falleció su único hermano. Tenía 21 años cuando su padre murió inesperadamente de un infarto. “Lolek (como le llamaban cariñosamente) pasó toda la noche de rodillas frente al cuerpo de su padre (…) el joven huérfano recordaría más tarde: “nunca me he sentido tan solo”, cuenta su biógrafo George Weigel en el libro Testigo de esperanza.
En esa soledad tuvo que enfrentar momentos tan dolorosos como la ocupación Nazi en Polonia, que pretendía acabar con cualquier rastro de cultura de su país y en la que murieron muchos de sus amigos.
Con su agudo talento intelectual y con estas experiencias teñidas de dolor y soledad, Wojtyla pudo haber perdido la fe y haberse limitado a ser un escritor o dramaturgo cargado de desesperanza, resentimiento y odio. Sin embargo, este hombre supo encarnar las virtudes contrarias: esperanza, reconciliación y amor. “Sin la esperanza se apaga el entusiasmo, decae la creatividad y mengua la aspiración hacia los más altos valores”, dijo una vez siendo Papa.
De él tenemos que aprender a no temer al sufrimiento, a permitirnos llorar cuando sea necesario, pero a mirar el dolor con valentía y con la confianza de que en la tristeza no acaba la vida y de que esta se puede transformar en la mejor escuela para forjar una esperanza que no es ingenua ni inmadura sino que está sostenida por Dios, quien nunca abandona a sus hijos.
Tuve la bendición de conocer a Juan Pablo II en el año 2001, cuando me encontraba haciendo un voluntariado en Radio Vaticano junto con 25 jóvenes de diferentes partes del mundo. Doy fe de que en sus ojos brillaba fuertemente la presencia de Cristo. Su figura envejecida era la mejor evidencia de cómo este hombre entregó lo mejor de sí por el bien de la Iglesia y del mundo. Al mirarlo pensaba en cuántas historias, cuántas experiencias habría vivido este hombre que además de un líder espiritual era un protagonista en primera fila de la historia reciente y que ese día yacía sentado escuchando y alentando a un grupo de muchachos entusiastas.
Hoy, la mejor lección que me da su canonización es la de una mayor esperanza probada en el dolor: “En las inevitables pruebas y dificultades de la existencia, como en los momentos de alegría y entusiasmo, confiarse al Señor infunde paz en el ánimo, induce a reconocer el primado de la iniciativa divina y abre el espíritu a la humildad y a la verdad”, dijo Juan Pablo II en un discurso en el año 2003.