Los grandes escritores ya parecen haber dicho en sus obras todo lo que se pueda decir acerca de las vicisitudes humanas. Algunos solo necesitan un centenar de páginas para abarcarlo todo.
Se podrán escribir tratados extensos sobre el drama que representa para todo hombre llegar a la vejez, pero todo sería inferior, o en el mejor de los casos redundante, a lo que Yasunari Kawabata condensó en torno a Eguchi, ese viejo de sesenta y siete años que ve en el contemplar mujeres desnudas y narcotizadas "(…) la búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo".
En La casa de las bellas durmientes, Kawabata, primer Premio Nobel de Literatura nipón, en 1968, logra tejer en torno a un exclusivo prostíbulo y a Eguchi una metáfora indescifrable.
Todo hombre que se encuentra en el umbral de la muerte tiene como único antídoto el recuerdo, pues su pasado, aunque se encuentre envuelto en mantas eléctricas y abrazado a mujeres desnudas que podrían estar muertas, se convierte en su único futuro.
Es la última esperanza de vida. Como todo agonizante, Eguchi encuentra la posibilidad de sentirse vivo mientras recuerda las historias con su madre, sus hijas, sus amantes. El prostíbulo significa su muerte lenta y esas evocaciones la única respuesta para ello.
Al final de la novela acaece una muerte inesperada que no cambia el rumbo de nada, porque la muerte es solo la muerte y nada más; además, en la cama hay otra mujer narcotizada para el que quiera reavivar los recuerdos de una juventud vivida, para combatir la dura batalla del olvido.
"¿Acaso la nostalgia de los tristes ancianos por el sueño inacabado, su pesar por los días perdidos sin haberlos tenido jamás no eran el secreto oculto de esta casa?", se pregunta el narrador de la novela. Kawabata no quiso conocer esta nostalgia y se suicidó a los setenta y dos años de edad.
Aquel que desee añadir algo más sobre la vejez debería desistir de tal idea, Kawabata ya dijo todo sobre ella. Nos dijo que la vejez no debería existir.
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