Es un desatino invocar la autonomía universitaria, como está haciéndose otra vez en estos días en algunos sectores estudiantiles del país, como un principio absoluto que establecería la extraterritorialidad de las corporaciones educativas para hacer de cada campus un escenario inmanejable por la fuerza pública en circunstancias de desorden causado por grupos anárquicos.
Desde cuando se adoptó la histórica reforma universitaria de Córdoba, Argentina, en 1918, se ha expuesto el concepto de autonomía a toda clase de interpretaciones, lo mismo que los de cogobierno y extensión, también objetivos principales de aquella protesta estudiantil. Con el tiempo y las circunstancias, la idea se ha transformado: Es imposible una autonomía total en momentos en que a la universidad se le demanda calidad y pertinencia y que esté respondiendo a expectativas y necesidades de desarrollo de la sociedad.
La autonomía se entendió no sólo en Córdoba sino desde los orígenes medievales de las instituciones universitarias como la capacidad de la universidad de ser autárquica, darse su propio gobierno y su particular normatividad y no estar determinada por el poder político. Pero se vuelve un contrasentido cuando la utilizan grupos radicales y extremistas, sean cuales fueren sus tendencias, para convertir la institución en instrumento estratégico de lucha al servicio de facciones o movimientos antiinstitucionales.
Los excesos cometidos durante el Siglo Veinte con la defensa de una autonomía sin limitaciones estimularon la creación de la famosa figura de la torre de marfil. La universidad quedó expuesta a volverse refractaria a la dinámica social, encerrada en un teoricismo estéril, de espaldas al mundo de la vida, gobernada por burocracias académicas parasitarias y sometida a lo que parecía un proceso en el cual la autonomía pasaba a ser autoaniquilación.
En Colombia, en el vértice de los dos milenios, las universidades públicas empezaron a retomar el rumbo que venían perdiendo, hasta salir de su extravío. La autonomía no podía ser obstáculo para buscar una necesaria aproximación a la sociedad en toda su complejidad, socializar la investigación, buscar nuevas fuentes de financiación, establecer relaciones con las empresas privadas y el Estado y, en fin, ponerse de cara a las regiones, al país y a un mundo en estado de cambio continuo.
Es una autonomía en términos de lo razonable. Algún día habrán de aceptarla los personeros de grupos disociadores que al utilizar procedimientos primitivos y artefactos incendiarios como los que se han usado en días recientes contra la fuerza pública, demuestran una condición antisocial y extrauniversitaria, contraria al pensamiento de las mayorías.
Lo ideal es que la vida académica esté libre de confrontaciones que afecten el orden interno y paralizan las actividades docentes e investigativas y que no sea necesario apelar a la fuerza pública legítima para sofocar los brotes de violencia que vulneran el desenvolvimiento autónomo de la docencia y la investigación. La controversia civilizada y la solución pacífica de los conflictos son conquistas de las comunidades universitarias. Renunciar a ellas o permitir que se pierdan es involucionar. La frase de Voltaire es un lema perdurable: "No estoy de acuerdo con sus ideas, pero daría mi vida por respetar su derecho a expresarlas".
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