Gabriel García Márquez es ahora el protagonista de su muerte y los rituales apenas se comparan, en lo majestuosos, con los funerales de la Mama Grande. Asisten celebridades, presidentes de la República, se hacen cortejos fúnebres que deben ser custodiados por policías y se exponen las cenizas para que la gente se despida de él a través de ellas. Para igualar aquellos funerales de fábula, no falta sino que asista el Papa.
Con sobrada razón, Gabo se dolía de que la muerte fuera injusta. Injusta, decía, porque no permite que uno mismo pueda contarla, a pesar de que es lo más importante que le sucede a uno.
Él podría contar, por ejemplo, que poco antes de morir, un Jueves Santo como Úrsula Iguarán, tal vez habría alcanzado a comentarle a Gonzalo, su hijo menor, lo mismo que el Libertador Bolívar al doctor Révérend, en El General en su laberinto, hablando de su infección pulmonar: "«No me imaginé que esta vaina fuera tan grave como para pensar en los santos óleos», le dijo. «Yo, que no tengo la felicidad de creer en la vida del otro mundo»".
Podría incluir en su relato que no le pasaría lo de Úrsula Iguarán:
"Un domingo de ramos entraron al dormitorio mientras Fernanda estaba en misa, y cargaron a Úrsula por la nuca y los tobillos.
—Pobre la tatarabuelita —dijo Amaranta Úrsula—, se nos murió de vieja.
Úrsula se sobresaltó.
—¡Estoy viva… —dijo.
—Ya ves —dijo Amaranta Úrsula, reprimiendo la risa—, ni siquiera respira.
—¡Estoy hablando… —gritó Úrsula.
—Ni siquiera habla —dijo Aureliano—. Se murió como un grillito.
Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. "Dios mío", exclamó en voz baja. "De modo que esto es la muerte"".
A diferencia de ella, de él no se olvidaron en los días previos a su muerte. Los periódicos del planeta estremecieron a sus lectores con la noticia de que había sido hospitalizado de emergencia y que aunque su mujer y sus hijos jamás revelaron la enfermedad que padecía, especularon con varias dolencias distintas. Parecía la crónica de una muerte anunciada.
Y en esas llegó la muerte.
Entonces, a partir del momento en que un escueto comunicado del Consejo de Cultura mexicano la dio a conocer, Gabo contaría que muchas personas, unas más reconocidas que otras, se acercaron a la puerta de su casa para que los dejaran entrar a darle el pésame a Mercedes o a recordarle que alguna vez se cruzaron con Gabo y Gabo les tocó el hombro. Y que como a todo el mundo no lo pueden dejar entrar a la casa, ese mundo le cantó canciones y leyó versos a los ladrillos de esa construcción colonial y se hizo tomar fotografías cuidando que a sus espaldas se viera bien el Calle Fuego 144.
Y que después, el Viernes Santo, lo volvieron polvo en un santiamén. Lo mismo que en el caso de Nena Daconte, que se murió sin que su esposo, Billy Sánchez, se diera cuenta, aunque estuviera desesperado por saber de ella. "Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia". Que, entonces, el secreto de aquella hoguera que lo deshizo, se mantuvo hasta el sábado.
Contaría que la mañana del lunes, un silencio de las agencias de noticias hizo pensar en el olvido. Pero al mediodía despertaron de su letargo enviando los primeros cables contando sobre cientos de personas que se revolvían en las afueras del palacio de Bellas Artes, donde lo velarían.
Entre flores y canciones
A las cuatro abrieron las puertas —diría—. Quince minutos después, Mercedes, que tenía en su saco un prendedor en forma de mariposa blanca, y sus dos hijos llevaron la lustrosa urna negra que se puso en el vestíbulo del Palacio, en medio de aplausos y gritos de los asistentes. De inmediato, alguien puso encima una rosa amarilla recién abierta. Y por los cuatro extremos del amplio salón del primer piso, donde lo velaron, había tantos ramos de rosas del mismo color, que aumentaban la luz del ya iluminado recinto. En la cinta de uno se leía: "De Fidel Castro Ruz al amigo entrañable".
Diría que alcanzó a ver a Mónica Alonso, Genovevo Quiroz y las cuatro mujeres que lo cuidaron en sus últimos días, haciendo guardia de honor. También a Ángeles Mastretta, Jacobo Zabludovsky, William Ospina, Tania Libertad, a los presidentes Santos y Peña Nieto, que hablaron de su grandeza para sus países. Y quizá comentaría que a su lado estaban, allá en la otra dimensión, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Rafael Escalona, Álvaro Cepeda Samudio y todos esos amigos suyos que también se fueron ya.
Y entonces, esos mismos espontáneos que le cantaban a la fachada de la casa, al igual que otras personalidades reconocidas, circularon alrededor del cofre. Los primeros tomaron fotos con sus teléfonos celulares, en un recorrido rápido detrás de las vallas que les impedían acercarse a la urna; los segundos hicieron guardia con mirada seria alrededor de las cenizas y se rotaron este honor de tanto en tanto.
Diría que sonaron piezas musicales de Beethoven, Dvorak, Schubert y Mendelson, así como vallenatos, todo con agrupaciones en vivo.
Mientras tanto, en Aracataca, sus paisanos hacían un sepelio sin muerto, con una misa a la que seguro él no asistiría y con un desfile que recorrió las calles y visitó sitios que jamás se fueron de su mente, ni en los peores tiempos de la enfermedad del olvido.
"Hemos venido a la casa donde está el muerto./ El calor es sofocante en la pieza cerrada. Se oye el zumbido del sol por las calles, pero nada más" (La hojarasca).
García Márquez murió de viejo como el coronel Aureliano Buendía. Aunque no de pie ni orinando y también libró batallas, si bien las suyas fueron de literatura y política. Las que han hecho que algunos lo quieran y otros no.
Como tendría la omnisciencia, esa capacidad de conocerlo todo, las cosas reales y posibles, escucharía los comentarios de todos los corrillos, los buenos y los malos, y hasta el de alguno que lo mandaría al infierno.
"—Esto es un disparate, Aurelito —exclamó don Apolinar Moscote.
—Ningún disparate —dijo Aureliano—. Es la guerra. Y no me vuelva a decir Aurelito, que ya soy el coronel Aureliano Buendía".
La muerte fue un tema siempre presente en las obras de Gabo, al igual que el de la memoria y la soledad. Tal vez escribiría que las tres tienen en común que se atraviesan sin compañía. Entonces pensaría un final para la novela de su muerte y para la despedida de ayer. O quizá solo le vendrían a su mente las palabras de su Simón Bolívar:
«Carajos», suspiró. «¡Cómo voy a salir de este laberinto…».
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