El primero de diciembre de 1934, el alcalde de Medellín de ese entonces (cuyo nombre evoca la denominación de un trompo famoso en mis años infantiles), don Canuto Toro M., firmó el acuerdo n.° 253, por el cual se decidió que la nomenclatura de las calles, carreras, casas y locales de la ciudad sería exclusivamente numérica. Para los medellinenses ese día se partió en dos la nostalgia citadina. Una nostalgia que era también sentido de pertenencia a la aldea, al barrio, a la manzana y a esas calles con nombre propio por los que transcurría la vida.
Se empezaron a esfuminar infancias, mocedades y senectudes que se arrastraron gozosas o tristes por senderos empedrados, camellones llenos de barro o vías pulcramente asfaltadas. No era lo mismo encontrarse con un amigo, o con la novia, en Colombia con Palacé, que en el cruce de la calle 50 con la carrera 50. Porque eso fue lo que significó de hecho la implantación de una nueva nomenclatura.
La Sociedad de Mejoras Pública lanzó en ese lejano 1934 la idea de cambiar por números los nombres de las calles, copiando el sistema que ya se había implantado en Bogotá. Para las carreras, que van de norte a sur, se tomó como referencia a Palacé, se la denominó carrera 50 y se dispuso que las demás se numeraran descendiendo hacia el este y ascendiendo hacia el oeste. Por su parte, convertida Colombia en la calle 50, las demás se numeraron en forma ascendente hacia el norte y en forma descendente hacia el sur. Quedó así configurado el entramado callejero de la capital antioqueña.
Esa fue la historia, fría e inclemente, de un cambio urbanístico que quiso, en aras del progreso y ante el desaforado crecimiento de la ciudad, borrar los añejos nombres llenos de encanto de las calles de Medellín. Pero la historia se resiste a morir cuando está pegada al alma del pueblo.
Si bien técnica y oficialmente las calles de Medellín no son sino un número y con tan prosaica etiqueta son bautizadas las nuevas vías que se abren, en la memoria colectiva perduran los nombres de la vieja nomenclatura. Nombres que vienen de atrás, del pasado. Nombres que han acompañado el trasegar de la vida en Medellín. Calles que han conocido las alegrías y las angustias, los amores y los pecados, los nacimientos y las muertes de esta ciudad, noble y despiadada al mismo tiempo, bella y fea, dulce y amarga.
Para saborear esos nombres, curiosos y llenos de encanto, no es necesario remontarse al 2 de noviembre de 1675, fecha en la que fue erigida la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, cuyo 335 aniversario estamos celebrando y que esta desprevenida incursión histórica sea un regalo de cumpleaños. Claro que el gobernador Miguel de Aguinaga ordenó hacer un censo en ese año y ya sonaban nombres que han llegado hasta nuestros días: Sitio de Aná, Otra Banda, La Culata, San Lorenzo, Guayabal, El Totumo, Guitagüí.
Antes de cumplir su primer siglo de vida, en 1770, ya aparecían en el viejo plano de la ciudad deliciosos nombres perdidos hoy en el olvido: Calle Real, Camino del Llano, San Roque, Calle de la Amargura, Mundonuevo o Guanteros, La Asomadera, El Resbalón, La Consolación, El Palo, La Palencia, etc.
Habrá que dejar para dentro de ocho días una breve indagación sobre lo que esconden algunos nombres de calles y carreras, algunos curiosos y extraños bautizos, siempre, por supuesto, al sombrajo de la nostalgia.
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