Afuera llueve una lluvia invisible, oscura, sonora, plagada de lenguas y voces. Llueve. Llueve con tesón, con rara persistencia, con ruidos de chubasco. Qué formidable chaparrón. Lejos muge una quebrada quebrando piedras. El agua gorgotea por todas partes. Se apresura por las bajantes de hojalata, ahoga las canales repletas de hojas podridas se abre paso entre los intersticios de las ventanas. Esto es un aguacero poderoso. El agua obediente, dijo un sabio, ama los lugares bajos. Pero esto que cae ahora no puede ser humilde. Hay lluvias dulces, que sosiegan. Lloviznas. Llueve dulcemente en mi corazón, como sobre la ciudad. Escribió un poeta pasado. Pero yo no sé si la lluvia antes fue más mansa que esto que está cayendo afuera. Y golpea las hojas de los mangos que caen a manotadas. Y empuja la puerta a chorros. Hoy, por obra milagrosa de las comunicaciones, la sobrepoblación, las imprevisiones humanas, el empobrecimiento de las rondas ribereñas, las heridas que infligimos al cielo, la lluvia ha dejado de servir a la poesía para ayudar a la prosa del periodismo. Este aguacero habla de miserias que serán noticia mañana. Habla de ríos locos, de pueblos arrastrados con sus barberos y colchones, de grandes movimientos de tierra, derrumbes, terrores. Hace tiempos descreo en los poetas que alaban a la naturaleza como madre o amante. Sus bellezas son un embeleco romántico sin piso. Es cruel, la naturaleza. Con la crueldad de la inocencia. El más maquillado de los jardines es un hervidero de sacrificios. De parasitosis, ácaros, orugas, y mirlas que se las comen, y gatos que cazan las mirlas. Para no mencionar los abusos de las tijeras del jardinero que perfecciona la rosa. Sobre todo lastima la belleza hipotética. A veces sus consuelos también sobran. Es decir, si no hay belleza en la indiferencia de este aguacero. Esta masa de agua precipitada, esta suma que no piensa que algunos van desnudos abajo, los perros mojados de los pobres y los caminantes extraviados. La lluvia es patética. Necesita caer. No le importa pasar por una enemiga poderosa. A veces, llovizna. Cae una garúa en un tango. Llovizna en las películas viejas sobre los paraguas y los sombreros. Otra cosa es este aguacero. Esta presencia constante. Este chubasco. Este diluvio vengativo en rachas. Domesticar el agua fue una gran conquista moderna. Represarla, conducirla, venderla. Pero además la lluvia canta. Según cantó un poeta. Este aguacero no canta. Ruge. No llega a tormenta pero casi es temporal. En las tormentas el firmamento se desencaja, estallan nubes amotinadas, el rayo en las montañas incendia los helechos. Esto, es otra cosa. La inundación de un cielo mudo. A veces el agua gana la partida. Ya no puedo alegrarme de la lluvia como cuando pretendí ser poeta. Este aguacero supone muchos sufrimientos, compasiones, miedos. Estos torrentes ladrones de las trombas se llevan todo, hasta los muertos de las tumbas de los cementerios de las aldeas. Llueve. Con ferocidad y sevicia. Como si jamás fuera a parar. A cántaros. A chuzos. Como si se fuera a acabar el mundo. Acaso, el cielo se contagió de nuestra locura. Tal vez jamás deje de llover ya, hasta que el cielo se acabe, y la tierra se hunda.
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