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Lo que decía Calixto

09 de septiembre de 2009
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Conocí a Calixto porque tuve la fortuna de viajar con él por todo el país dictando en 35 diócesis un seminario de tres días a los obispos y sacerdotes sobre "cómo preparar la Homilía". Nos reíamos desde que salíamos hasta que llegábamos. "Se ríen, luego ahí está Dios", afirmaba. Siempre contaba historias, como Jesucristo, su brújula. La última que me narró habla de un niño que viaja en un superavión. El aparato se movía como un potro salvaje. Al lado del niño viajaba un adulto, muerto del susto. El hombre, al notar la tranquilidad del niño que viajaba solo le preguntó: ¿No te da miedo? No, respondió el niño mientras coloreaba unos dibujos. ¿Por qué? Le dijo el hombre. Porque el piloto es mi papá, acotó el pequeño pasajero. Calixto era así, tranquilo, porque su piloto era Dios. Aunque en una oportunidad, cuando nos aprestábamos a aterrizar en Pasto, el avión casi cuando tocaba pista fue desviado por un fuerte viento y el avión tuvo que acelerar y volver a subir. Abajo se veían los inmensos abismos del Macizo Colombiano. Calixto iba agarrado con fuerza al asiento y rezaba pálido. Curita, le dije, ¿no está en manos de Dios? Sí, pero no quiere decir que no me da miedo.

Otra historia que contaba con mucha gracia era la de unos campesinos que le llevaron unas matas llenas de gusanos al cura del pueblo para que las bendijera y la plaga desapareciera. El curita bendijo las matas y además agregó: Claro, no sobra que las rocíen con Baygón. Así era Calixto, aterrizado. Predicaba con un periódico en una mano y el evangelio en la otra.

Una de las lecciones que me dio y que me penetró el alma fue cuando me dijo: Samuel, Dios es una profunda experiencia interior. Desde ahí dejé de buscarlo fuera de mí. Esta frase habla de él aún mejor, él estaba con Dios dentro de él. No era sólo lo que decía, era su modo de vivir sencillo. Calixto disfrutaba la naturaleza, en sus brazos se durmió. En el Amazonas, en la isla de los micos, gozaba como un niño dándoles banano a los animales. En el malecón de Riohacha se extasiaba con el atardecer que lo inundaba de paz. En Ipiales se emocionaba con el Santuario de Las Lajas. En Buenaventura lloró en una misa en la que los niños, en medio de un mapalé, llevaban las ofrendas al altar. En el Cabo de la Vela se tuvo que agarrar de mí para que no se lo llevara el viento y se carcajeaba como un ser elemental.

Le sacaba de quicio la ineptitud y la pereza. La falta de compromiso. Se apartaba de los soberbios. Pero amaba intensamente a todo el mundo. Era un hombre ligero de equipaje, porque era misionero por dentro y por fuera. A nada se apegaba. Sabía escuchar, característica propia de los humildes e inteligentes. Era fino en sus frases, de humor depurado. Siempre Calixto dictaba la primera conferencia del curso, juntos, antes de empezar identificábamos a alguno de los asistentes que tuviera "neurosis facial negativa", es decir, malencarado. Iniciaba su exposición y cuando el hombre vinagre que estaba en el auditorio se reía con una de las ocurrencias de Calixto, me miraba y sonreía, en señal de victoria.

Calixto, amigo, ahora sí estás con tu gran amigo, Jesús.

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