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Luchador a los 60 años

20 de junio de 2009
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El hombre más corpulento le pegó con fuerza y lo mandó al piso. Su otro contendor entró al ring improvisado, de cuatro palos y unas manilas, y empezó a patearlo en el piso mientras él trataba de zafarse del castigo.

Después de unos minutos, Tobías Martínez Silva se rindió y salió del ring. Tenía 12 años y, tras esa primera pelea de lucha libre y a pesar de los golpes y dolores en todo el cuerpo, le gustó y quería regresar para enfrentar a esos muchachos que se dedicaban a organizar, en las calles del naciente barrio Kennedy, en Bogotá, espectáculos de lucha libre.

Se fabricó un uniforme. Su papá le dio dinero para comprar unas botas de boxeo. Se puso una pantaloneta y para darle un toque oscuro a su personaje, al que llamó El Verdugo, se llevó un hacha pequeña, de carnicero.

"Me puse un gorro como los que usan en Semana Santa y que yo mismo confeccioné. Llevé mi hacha, porque aquí no me vuelven a 'muendiar', y les di a todos en la cabeza. Como a los cuatro meses tuve el primer contrato 'internacional': al barrio Meissen, me daban para el bus, el almuerzo y podía luchar en un ring de verdad".

Han pasado 48 años de ese episodio que marcó la vida de este ibaguereño, quien es hoy el luchador profesional más viejo de Colombia, con 45 años de experiencia y 60 de vida.

Empezó a hacer ejercicio, a coger fibra, a luchar en Bogotá, hasta que su profesor, El Tigre Colombiano, lo escogió en el coliseo popular del barrio Claret. "Con un amigo nos llevaron a luchar. Como éramos apasionados por la lucha libre, no importaba que no nos pagaran, sino ser luchadores".

En 1964 comenzó a salir por varias ciudades del país "y a los más adelantados nos llevaban a cargar el ring y a luchar gratis, eso era buenísimo. Transcurrieron unos dos años viajando en un camión y cargando el ring. Un día el profesor me dijo que iba a luchar como profesional y cuando le pedí un pago, me regaló unas zapatillas que me pintó de muchos colores, me fabricó un antifaz y me dijo que consiguiera una camisa. Le dije a mi suegra que me diera una blusa estampada con flores y desde ese día me llamo El Psicodélico".

Su papel era el de ayudante del luchador chileno El Exótico. "Tenía que ir detrás de él cargando una bandeja con flores, que él iba lanzando a la gente. Como yo quería ser profesional, cuando le estaban pegando me metía al ring y le quitaba a su contendor. La gente empezó a gritarme y a cogerme bronca. A lo último El Exótico quedó opacado por mi, ya era El Psicodélico rudo".

En su primera pelea profesional enfrentó a El Tigre Colombiano. Como pensaron que no resistiría los 30 minutos de lucha, planearon estar en una jaula y lanzarlo por una malla con una salida falsa, para que quedara eliminado. "Yo pesaba 73 kilos, el profesor más de 100 y el otro era un karateca que rompía ladrillos con la mano, ahí sí eché camándula antes de salir. Los berracos se equivocaron de malla y como me tiré con fuerza, quedé como un sapo estampillado. Terminé luchando contra los dos oponentes, porque mi compañero se quedó sin aire y no podía levantarse. Quedé como un rey".

Comenzó a ser invitado a Panamá, México, El Salvador, Costa Rica, Guatemala. Recorrió Centroamérica y Suramérica con estadías de varios meses en cada país.

Aunque ya no recuerda cuántas máscaras, trofeos y cinturones se ha llevado, dice que esos no son sus verdaderos logros. "El triunfo para mí no es ganar una pelea, sino ser popular en el medio. Si me llaman para seguir luchando, es porque se están haciendo bien las cosas".

¿Y qué es hacer bien las cosas? "Para ser luchador se debe tener mucho sentido de improvisación. Si le doy un puntapié a mi adversario y veo que a la gente le gustó, sigo por ahí; pero si veo que la gente no hace nada, dejo eso quieto. A mí no me importa qué no le gusta a mi compañero, sino al público. Cuando me gritan que soy un desgraciado, estoy viendo que les gusta".

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