El último año ha visto el recrudecimiento de la violencia entre esmeralderos en el país; mientras el temor por una nueva guerra entre los jefes del negocio aumenta, los colombianos presenciamos una historia que nos sabemos de memoria: de cómo la debilidad y desidia de nuestro Gobierno central mantiene al país saltando de una violencia a otra.
La Iglesia y las autoridades locales en Boyacá se esfuerzan, estas últimas semanas, por evitar que las tensiones entre los zares de las esmeraldas desemboquen en una guerra como la que se vivió en la región a finales de los ochenta.
Los investigadores Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón , sostienen que las guerras de los esmeralderos han tenido como elementos transversales el conflicto entre legalidad, ilegalidad e informalidad, la búsqueda de interlocutores regionales para tratar asuntos con el Gobierno nacional y las vendettas entre los "patrones". La ausencia del Estado llevó a la creación de métodos "alternos" (comúnmente violentos) de resolución de conflictos sociales y económicos entre los esmeralderos, y esto creó un círculo estable pero tenebroso, entre una paz armada y la guerra.
Nuestro Gobierno central suele ser incapaz o se muestra reacio a ejercer control sobre grandes porciones de su territorio. Y cuando las cosas se desestabilizan, sus reducidos recursos y voluntad política para mantener el control, lo llevan a delegar estas funciones en los poderes locales, a veces ilegales y violentos.
Esta posición ha sido cómoda para la dirigencia de la capital, pero ha implicado que millones de colombianos en la "provincia" queden a merced de los bandidos y sus labores extractivas. También ha llevado a la ausencia de inversión pública, la profundización de prácticas corruptas y clientelistas, y el aplazamiento del desarrollo económico y la inclusión política de estas regiones.
Porque el asunto no es solo del ejercicio legítimo de la fuerza (aunque empieza por ahí), sino que requiere de la presencia integral de la acción pública: la administración de justicia y la provisión de servicios públicos.
Mientras el Estado colombiano no se preocupe y continúe siendo incapaz por hacer respetar el Imperio de la Ley, las periferias en el país, particularmente las que cuentan con recursos como esmeraldas, oro o coca, seguirán en manos de las elites politiqueras o mafiosas locales. Y cuando el equilibrio tenue que estos poderes mantienen a punta de amenazas se quiebre, nos veremos entre el ruido de una guerra nueva que hiede a un problema viejo.
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