A Troy Davis lo salvó la campana. El martes de la semana pasada, poco antes de la hora establecida para que le aplicaran una inyección letal en una cárcel del estado de Georgia, surtieron efecto los ruegos del Papa Benedicto XVI y de Jimmy Carter para que le dieran una nueva oportunidad ante la ley.
Troy, 39 años y raza negra (las estadísticas dicen que en los Estados Unidos existen mayores posibilidades de ir al cadalso si uno no es blanco) está acusado de matar a un policía y se libró de morir, por ahora, luego de que siete de nueve testigos retiraron su versión inicial de identificarlo como autor del crimen. Ellos reconocieron que fueron "apremiados" por la policía.
Ese mismo día, en el estado de Texas, no tuvo igual suerte John Ray Conner. El argumento de los abogados de este ciudadano, también de raza negra, no prosperó. Conner estaba señalado de matar hace diez años a una inmigrante vietnamita en su tienda.
Un testigo dice haberlo visto salir corriendo del lugar. La defensa pidió varias veces, sin éxito, que se estudiaran documentos que comprobaban que, para la época, Conner cojeaba en extremo por los efectos de un accidente y no podía moverse con tanta agilidad. Ahora él es no más que una de las 1.092 personas ejecutadas allí desde 1976 por orden de los tribunales de ese país.
Los dos hechos serían paisaje si no es porque el viernes que pasó, el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, en su intervención ante la Asamblea General de la ONU reclamó poner fin, mediante acuerdo mundial, a la pena de muerte desde 2015.
No hay que ser demasiado optimistas. La pena de muerte anda muy ocupada como para salir del mercado. Sólo en Estados Unidos hay 3.350 personas que esperan turno para saber si les llegará la hora de la jeringa (la silla eléctrica es pieza de museo desde comienzos de este año).
En el mundo, según cifras de Amnistía Internacional, ya son 137 países los que coinciden con la posición que ahora intenta impulsar Zapatero, frente a otros 60 que aún mantienen vigente el hasta nunca.
La pena capital es "cruel, inhumana y degradante", se repite en todos los foros. Tampoco garantiza soluciones. Ahí está el caso de Canadá, que la abolió en 1976. Hoy, registra un descenso del 40% en la criminalidad frente a la que existía entonces.
¿Y en Colombia? En estos tristes días me vino a la memoria la clásica anécdota atribuida al ex presidente Guillermo León Valencia Muñoz (la precisión del nombre es justa y necesaria en estos tiempos), cuando le preguntaron si no era necesario implantar ese castigo en Colombia.
- "No mijo, lo que hay es que abolirla", respondió.
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