Luego de diez años de implementación del Plan Colombia como una estrategia integral de cooperación bilateral con los Estados Unidos, principalmente en la lucha contra las drogas y el crimen organizado, resulta indiscutible su impacto en la transformación del conflicto armado y del narcotráfico.
Desde 2000, el Plan ha contado con una inversión estadounidense cercana a los 7.3 billones de dólares, y un esfuerzo fiscal por parte de Colombia que ronda los 12 billones de dólares. En principio, la estrategia reunía dos intereses distintos pero complementarios. Por un lado, el gobierno de los E.U. buscaba la reducción del cultivo, producción y tráfico de drogas desde Colombia hacia sus calles. Por el otro, Colombia lo veía como un medio eficaz e indispensable para combatir militar y políticamente a los grupos armados irregulares, principalmente a los grupos guerrilleros, asociados con el narcotráfico.
Una mirada rápida concluiría que tras una década, ambas metas aún tienen tareas pendientes. La cantidad de cocaína producida ha disminuido, pero aún así Colombia sigue ocupando el primer lugar como proveedor de cocaína, según el Informe Mundial de Drogas 2009. Incluso en la estrategia contra el narcotráfico subsisten serios cuestionamientos que auguran cambios en la lucha global contra las drogas, provenientes del mismo gobierno norteamericano.
Por otro lado y aun cuando se han dado duros golpes a los grupos guerrilleros, estos aún poseen un número no despreciable de combatientes armados (aproximadamente 9.000, en el caso de las Farc). Paralelamente, las nuevas bandas criminales se han convertido en una verdadera amenaza para la seguridad del país, fruto del proceso parcial e incompleto de desmovilización de los paramilitares. Por supuesto, esta es una muestra incuestionable de la prolongación del conflicto.
Sin embargo, esta primera conclusión deja de lado los impactos estratégicos del Plan Colombia. En primer lugar, entre 2000 y 2008, se presentó una reducción del 61% en la producción de cocaína y el área cultivada pasó de 145 mil en 2001 a 68 mil hectáreas en 2009 (según SIMCI), lo cual seguramente ha impactado de manera significativa las finanzas de los grupos guerrilleros.
En segunda instancia, los recursos inyectados por el Plan, permitieron también un proceso de modernización de la Fuerza Pública colombiana que desembocó en el refuerzo de la lucha contrainsurgente en un momento decisivo para el país. La defensiva estratégica en que se encuentran las Farc como consecuencia de los duros golpes recibidos, son evidencia de ello. Por último, el capital invertido ha permitido avanzar recientemente hacia un proceso de consolidación de áreas estratégicas del país.
Sin embargo, como consecuencia de esta presión militar, se ha transformado y movido el eje territorial de la guerra hacia el suroccidente del país, generando de paso nuevos retos estratégicos para combatir a las Farc.
Finalmente, hay que reconocer que el Plan Colombia contempló desde sus inicios que una parte de los recursos se destinarían a inversión social. Ese componente social alcanzó en el año 2009 el 20% de la inversión y se espera un incremento para el 2010. Aunque resulte criticable que la inversión social venga a recibir más atención al final del proceso, no deja de ser un hecho positivo. Esto podría ser todavía más relevante si la Política de Consolidación de la Seguridad Democrática se fortalece como una estrategia para llevar al Estado en su expresión civil hacia las áreas de conflicto.
De este modo, el Plan Colombia parece dejar un balance agridulce. En términos de los objetivos trazados en la lucha contra las drogas, los resultados son discutibles si se observa el volumen de recursos. Sin embargo, es claro que para Colombia, la estrategia ha sido positiva en términos de mejorar los niveles de seguridad en el país. Podría decirse que es un éxito relativo para Colombia, y un fracaso relativo para los Estados Unidos.
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