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TRAS LOS ROSTROS DE LA GUERRA

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    TRAS LOS ROSTROS DE LA GUERRA |
09 de noviembre de 2013
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La historia del conflicto armado colombiano condensa un pasado de horror. Desde hace varios siglos atrás, sus promotores, entre ellos los partidos políticos tradicionales, la guerrilla y los paramilitares, han estado dispersos por todo el territorio colombiano. Sus estrategias de guerra han sido crueles y absurdas. Hablar de cifras parece ahora repetitivo, irrelevante, obvio. Hace poco, incluso, la revista Semana publicó un especial que revelaba datos escalofriantes, entre estos el de los 5 millones de víctimas. También traía imágenes, desde luego, desgarradoras.

Hace unos meses participé en un foro sobre víctimas organizado por ese medio. Pude oír desgarradoras narraciones que con seguridad dejaron en todos los asistentes una pregunta: ¿cómo es posible que el ser humano soporte tanto dolor? Las historias de los participantes dan cuenta de un clímax que enmudece y de un nivel de violencia que parece no tener tope.

Hubo municipios y miles de veredas abandonadas en su totalidad. En San Carlos, en Antioquia, hubo 33 masacres en diez años, más de cinco mil atentados a infraestructura y cientos de desapariciones. Y eso que sólo tomo como ejemplo a un municipio del o Oriente antioqueño, cercano a Medellín. ¿Qué decir de aquellos pueblos lejanos donde brilla la ausencia del Estado?

Colombia requiere ser reconstruida. Sin duda, esta es una sociedad devastada por la guerra. No es una exageración, las cifras de los municipios que han sido víctimas son desproporcionadas, desoladoras. Basta leer las rigurosas publicaciones que viene realizando el Centro Nacional de Memoria Histórica.

Las poblaciones que han vivido las consecuencias de esta guerra atroz han sido objeto de variadas y numerosas formas de victimización, de distintos actores. Una de esas consecuencias se centra en una transformación radical de sus patrones sociales y culturales. Para saciar sus ansias de poder territorial, los grupos armados impusieron, mediante la intimidación y las armas, un control de los hábitos de vida de cientos de comunidades urbanas y rurales. La vida hogareña se convirtió en un estado de sitio; la posibilidad de recorrer y conocer otros lugares se transformó en un arriesgarse y huir; decir "no", terminó equivaliendo a perder la propia parcela o firmar su propia sentencia de muerte.

Las definiciones del diccionario de nuestra guerra son aún más complejas. Desplazado, por ejemplo, es esa persona inadaptada, que no se ajusta al ambiente o las circunstancias. Sí, es aquel desconocido que llega a un sitio que no es el suyo y no sabe hasta cuándo estará allí. Lo más cruel es que debe construir su identidad a partir de la pérdida de los lugares e imaginarios que le pertenecen. Es un ser desposeído de su historia.

Hay algunos desplazados que se ven obligados a enfilar los combos delictivos urbanos. A falta de empleo y ante la incertidumbre de un regresar, logran acomodarse a los códigos de la violencia urbana. ¿Acaso no son las mismas víctimas la gran mayoría de instrumentos humanos en la guerra entre combos que se vive en Medellín?

El Estado debe jugársela para que se acabe el desplazamiento forzado y crear condiciones para el retorno a sus tierras y la recuperación de la identidad. Para ello debe recuperar su legitimidad ante las víctimas. Porque son los desplazados, esa cifra exorbitante y dolorosa, con sus historias terribles, el combustible de los que podrían ser los nuevos escenarios del conflicto colombiano.

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