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Hubo un día en que Haití fue el mundo. Las calles de Puerto Príncipe vibraron al paso del planeta, concurrido allí en camionetas que ondeaban banderas de colores. Cascos revoloteaban entre escombros anotando nombres y prometiendo futuros que no llegaron. Hubo un día, ya hace 11 años, en que Haití desfalleció al capricho de un terremoto que movió la tierra hasta casi romperla. Que viró los ojos del mundo a aquella isla de 11 millones de personas que, por un momento, no vivieron en el fin de todo y sí en una república, la de las ONG. Ante el desastre, ser visto fue esperanza.
“Lamento decirlo como presidente de Haití, pero perdimos la oportunidad de hacer un país distinto”, reconoció Jovenel Moïse en febrero de 2021, unos cinco meses antes de ser asesinado. Hoy hay silencio. Las calles de aspecto semidestruído de Puerto Príncipe permanecen vacías, describe Stephane Doyon, coordinador de Médicos sin Fronteras en Haití, una de las ONGs que sigue en la isla, “tensionada y a la espera de lo que pase”. Tal vez de otro desastre, tal vez del futuro prometido. Nunca hubo nada parecido a un inicio.
Los más de 13.000 millones de dólares de ayuda que llegaron a la isla destinados por organismos multilaterales y bilaterales del 2010 al 2020, según la Oficina del Enviado Especial de la ONU, no cambiaron el paisaje: sobre los escombros del terremoto se levantaron los mismos barrios precarios que ya una vez no soportaron las vicisitudes de la naturaleza. De cuando en cuando, la vida aparece en esas calles para morir. El 40 % de la capital permanece bajo el control de las bandas criminales, calcula Doyon, que se dividen y luchan por líneas imaginarias que han destinado entre ellos como fronteras.
“A fin de mayo pasado, cuando estalló la batalla de Martissant, una de esas líneas se formalizó frente a uno de nuestros hospitales en ese barrio, al oeste de Puerto Príncipe”, relata Doyon. “Batalla de Martissant” suena como a alguna heroica añoranza militar de esas que forman imaginarios, como la “Batalla de Verdún” que lucharon franceses y alemanes en el noreste de Francia durante la Primera Guerra Mundial. Las similitudes terminan en el francés, el idioma que impuso Francia durante su control de Haití en el siglo XVIII, y del que la isla escapó pagando una indemnización de 150 millones de francos. La deuda se saldó apenas en 1949.
El dinero entregado, hoy avaluado en poco más de 21.000 millones de dólares, casi es el doble de toda la ayuda internacional de la última década. “El enfrentamiento en Martissant rodeó al hospital. La gente dejó de ir por miedo, más de 1.000 personas fueron desplazadas de sus hogares, y aunque intentamos seguir trabajando, un día balearon las instalaciones. Las cerramos. El Estado hace presencia en algunos barrios, pero hoy salir a movilizarse en Puerto Príncipe es un riesgo”, detalla Doyon. Las víctimas baleadas y de covid-19 ocupan la atención.
La pandemia se ha enquistado allí con normalidad, en la ausencia de un diagnóstico claro y también de una cura. Haití sigue enclavado en un mundo en el que la covid es aún un mal 100 % incierto. La isla contabilizó hasta este 16 de julio, 19.371 casos y 487 muertes, unos datos que revelan una claridad: la enfermedad merodea sin insumos para detectarla. Y sin un solo vacunado.
“El país hizo su pedido al Covax (la iniciativa de la ONU para entregar vacunas de manera gratuita), pero tras el empeoramiento de la situación de seguridad, el tema no ha avanzado. No se ha asegurado una fuente clara de vacunas”, señala Doyon. Este jueves llegaron las primeras 500.000 dosis donadas por EE. UU. “Ahora, el desafío es hacerlas llegar a las personas que más las necesitan”, declaró Carissa F. Etienne, Directora de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). El fracaso amenaza.
¿Comunidad cansada?
“Vi a varias niñas de 12 y 13 años allí”, dice una mujer, cuestionada por los investigadores, “los soldados de Minustah las embarazaban y las abandonaban”. Entre 2004 y 2017 la ONU destinó una misión de paz en Haití, un contingente de más de 2.000 cascos azules. A su llegada, un exceso de esperanza, a su partida, 265 bebés.
O “bébés casques bleus”, como son identificados en la isla. Una investigación liderada por Sabina Lee, del Departamento de Historia de la Universidad de Birmingham (Reino Unido), y Susan Bartels, del Departamento de Medicina de la Universidad de Queen, puso de nuevo en debate en 2019 la violencia sexual ejercida por los cascos azules en Haití, una realidad que no es nueva. Ya en 2012 cuatro soldados uruguayos fueron condenados a prisión por haber abusado de un joven haitiano. Uruguayos, brasileños, chilenos y argentinos son señalados: “Ponían unas monedas en tus manos y te metían un bebé”, describe y tiene como nombre el estudio.
En 2017, cuando recién se discutió la renovación de la misión, organizaciones civiles de Haití exigieron la salida de la ONU. “Hay un hastío que al mismo tiempo es paradójico”, señala Miguel Gomis, director del Departamento de Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana, “hay un hastío de las poblaciones más populares, pero no necesariamente de las élites”.
El desastre haitiano se ha tornado en un laboratorio de la acción de la comunidad internacional que, en un guiño tal vez autocomplaciente, no identifica a la isla como un Estado fallido y sí como un “Estado ayuda”. En 2020, el presupuesto nacional dependía en un 60 % de ayudas extranjeras, cifraba el mismo gobierno haitiano. “Hay debate de hasta qué punto la ayuda sirve”, detalla Gomis, “una discusión que no es solo haitiana y en la que hay quienes dicen que mientras más ayuda, mas dependencia”.
El ya viejo intento por encauzar a Haití en otro rumbo distinto al que parece destinado, se ha estrellado una y otra vez. Tras décadas de ayuda externa, el país sigue siendo el más pobre del hemisferio occidental, donde 6,3 millones de sus 11 millones de habitantes sobreviven con menos de 2 dólares al día, según el Banco Mundial. La mitad de su población vive con hambre y también la mitad no tiene agua potable. Los males parecen multiplicarse por cada dólar y euro que llega.
“Hay mucho de ese dinero que se va en los operadores que son contratados por la propia cooperación”, explica Gomis, “alrededor de un 30 % se pierde en temas administrativos e intermediarios, que no tienen un efecto directo en el campo. EE. UU., por ejemplo, envió ayuda para construir casas temporales, pero contrató a sus propias empresas, lo que imposibilita que se genere empleo local. Existe un mercado de cooperación, en el cual muchos actores tienen intereses involucrados”.
The Associated Press señaló en 2010 que de cada dólar de los 379 millones que EE. UU. desembolsó inmediatamente después del terremoto, 33 centavos retornaron directamente al país. “Mucha de la ayuda, además, se destina a acciones temporales y no a planes de largo aliento, como la construcción de acueductos, por ejemplo”, agrega Gomis, “hay mucha politización y corrupción en la administración pública en Haití. Y poca capacidad. Gran parte de la población que tiene competencias técnicas o formación universitaria avanzada, se ha ido al extranjero. La gente que tiene capacidad intelectual de gestionar políticas más complejos, la más formada del país, no está en el país”. El avance encalla finalmente en la seguridad, muy ausente desde el terremoto y desde mucho antes.
“No ha habido un liderazgo real para emprender una reconstrucción ordenada, estratégica y planificada. No significa que los donantes no lo hayan intentado”, señala Gomis, “pero si se hace de manera impuesta, hay un problema y es que estamos hablando del primer país libre de las Américas, la primera república negra que surge de la liberación de esclavos. La comunidad internacional puede saber qué cosas sirven y cuáles no, pero no se puede imponer, porque está frente a un país que se quiere ver como autónomo y soberano”. La salida definitiva a la reiterada crisis se escurre entre los dedos. A la vuelta de cada esquina siempre parece aguardar otro escollo, o el de siempre, reaparecido por enésima vez.
“¿Cómo se puede salir de eso?”, se pregunta Gomis, “cortar la cooperación de golpe no va a solucionar nada, hay procesos que necesitan ser completados. La pregunta no es si apoyar o no, sino cómo hacerlo. Hay que repensar el rol de la comunidad internacional. No hay soluciones claras”. Nunca las ha habido para Haití. La isla vive entre nubarrones, unos naturales como los de las tormentas y huracanes, y otros artificiales, como los que su élite forma o los que llevan los que llegan a ayudar. Entre tragedia y tragedia, la isla permanece a la espera de que alguna vez ser vista, signifique también la certeza de un futuro.