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A Pu Yi la historia lo embaucó. Nacido para gobernar, asumió el trono del vasto imperio chino en 1909, cuando su mundo conocido se limitaba a las cuatro paredes de su palacio y su vida era apenas la perspectiva de una vida. De escasos tres años, concentrado acaso en el gobierno de su propio cuerpo, se convirtió en el último emperador de China. Despojado de cualquier posibilidad de gloria se tornó en el símbolo decadente de su civilización. Una que cayó con él.
“Los hombres que vivieron este período fueron testigos de algo así como el desmoronamiento de un mundo”, describe Lucien Bianco, historiador francés especializado en historia china, en Origins of the Chinese Revolution. Sobre los restos de ese mundo en caos se curtió la hoz y el martillo...
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