Al lado del cadáver está el niño de cinco años observando a la gente llorar, conversar y cantar. Su padre, Alfredo Enrique Gutiérrez Acosta, a unos pocos metros, toca el acordeón y canta para enmudecer la tristeza de muchos en ese velorio ‘cantao’. Suena el acordeón, como un sollozo que se canta y se reza, el niño observa mientras los lamentos se hacen vallenato.
Luego de abrazos llenos de dolor, el acordeón termina arrumado en una esquina de la casa, el niño lo toma y empieza a apretar botones como lo hizo su padre minutos antes. Todos lo miran y ríen. A los días, finalizando la década de los cuarenta, su padre lo llevó a la plaza de mercado de Sincelejo a que tocara y cantara, la gente lo veía con gracia. Salió de allí con una canción en su cabeza y con el apodo que lo definiría para toda su vida: “El niño prodigio”. Allí fue su primer concierto, sin nervios y con sonrisa ante las miradas de transeúntes desprevenidos que buscaban nada más que alimentos para el hogar.
El niño era bueno para el balón, de hecho quería ser futbolista, hasta que conoció el sonido juguetón del acordeón de su papá. Al tiempo, ese pequeño curioso por esa sonoridad y por las fiestas del pueblo, ya era un adolescente compositor que daba la vida entera por seguir la musicalidad de un corazón gigante y rumbero. De hecho, su primera agrupación fue Los Pequeños Vallenatos.
Pero el acercamiento a la música tradicional sabanera, a la cumbia y al sabor del caribe le cambió la vida. El vallenato siempre estuvo por dentro, desde la sangre, pero el baile de salón con acordeón y cumbia, fue su inspiración. No por nada, a los años, integró una de las grandes y míticas agrupaciones de Colombia, Los Corraleros de Majagual y con ella, se nos revelaba uno de los grandes músicos del país, un costeño sonriente que en las venas no lleva sangre sino música, uno de los frontman (líderes) inolvidables, un tipo que “podía tocar el acordeón con los pies”.
¿Con los pies? Sí, y se le ocurrió por allá en los setenta, en la Caseta Piragua, porque al timbalero de la agrupación Los Blanco de Venezuela hacía malabares en vivo y todo el mundo lo aplaudía y amaba, y cómo a Alfredo nunca le ha gustado que se le roben el show, pues se tiró al suelo de bruces, se quitó los zapatos y empezó a tocar con los pies. La gente no sólo estalló en risa, sino que se arrodillaron ante esos pies curiosos y ágiles, a ese acordeón con los pies en la tierra. Desde ese momento es su marca personal y su distintivo artístico.