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Por Fanny Wancier Karfinkiel - fannywancier7@gmail.com
Según datos del 2022, año en que Gustavo Petro fue elegido presidente de Colombia, una proporción significativa de jóvenes no terminaba la educación media, de 100 graduados pocos accedían a la educación superior, y el voto estaba influenciado por los canales digitales, por el activismo, las movilizaciones de protesta y, claro está, por el lenguaje del candidato que se asentaba directamente en las vísceras.
Debido al actual discurso discriminatorio que coloca al “pueblo” en contra de algunos de sus sectores, a la persecución al Icetex y la educación privada, a la baja calidad del sistema educativo, a la obtención de títulos de manera “misteriosa”, y a la inconformidad de los jóvenes a quienes les prometió el “cambio” y no cumplió, surgen algunas preguntas: ¿votaron desencantados de la política? ¿movidos por una retórica manipuladora? ¿con poca cultura y desconocimiento de la historia? ¿o todas las anteriores?
Actualmente hay dos corrientes educativas opuestas con profundas implicaciones sociales: el progresismo y el conservadurismo, ambas sujetas a la experiencia de vivir con los altibajos, contradicciones y complejidades de la vida humana y con el peligro de traspasar la “delgada línea roja”, metáfora que en el contexto militar se refiere a la barrera protectora que impide traspasar los límites entre la cordura y la locura o entre la vida y la muerte, y en el educativo ayuda a reconocer cuál es la formación más útil para el bien común y cuáles las conductas adecuadas.
Por un lado, el progresismo considera que la educación es un acto político para formar ciudadanos con pensamiento crítico y consciencia, herramientas de transformación dirigidas hacia la justicia social, la equidad y la emancipación. Cuestiona lo existente, reconoce las desigualdades de género, clase y raza y empodera a los estudiantes como agentes de cambio. El riesgo consiste en convertirse en una máquina de adoctrinamiento ideológico orientado hacia el género, la raza y la politización partidista, perder la neutralidad y el conocimiento objetivo (ciencia, hechos, datos), imponer una conclusión única y reescribir la historia desde una narrativa victimista y destructiva.
Por el otro, en el conservadurismo la educación se hace en espacios neutrales de transmisión del conocimiento, de los valores cívicos universales y la búsqueda de la verdad haciendo énfasis en el esfuerzo, la disciplina y el respeto al conocimiento de los grandes maestros y, sin ser manufactura de consenso, busca enseñar a pensar y no a cómo pensar. El riesgo consiste en desconfiar en la creatividad de los nuevos métodos educativos, en imponer la educación religiosa o un estilo de vida de acuerdo a sus intereses, en limitar los cuestionamientos, invisibilizar la desigualdad y en la rigidez e inmovilidad frente a la modernización del sistema.
Dado que la sociedad sobrevive y prospera con el concurso de todos, naveguemos sin extremismos y a cambio fomentemos la sensatez, la autorregulación, y la capacidad de integrar la experiencia a las decisiones. Desarrollemos un “corazón bien informado” cuya perspectiva emocional y ética sepa y entienda que es lo digno o no de condena.