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En 1917 se realizó la primera adaptación cinematográfica de Los Miserables, la novela del escritor francés Victor Hugo, publicada en 1862. Desde entonces su argumento ha sido materia de distintas películas y miniseries, por no hablar de las obras de teatro y los musicales que han adaptado la historia del noble, siempre fugitivo, Jean Valjean. Cada una de las versiones cuenta la misma historia de injusticia y crueldad. Las variaciones sobre la trama son leves y los actores encargados de interpretar a los protagonistas parecen guiados siempre por el mismo arquetipo. El rostro de Jean Valjean bien puede ser el de Gérard Depardieu, el de Liam Neeson o el de Hugh Jackman —por recordar a los más recientes—, pero su historia no cambia y menos aún el efecto de compasión que se desprende de las vicisitudes por las que atraviesa este hombre decidido a seguir la senda de la bondad después de ser un ladrón harapiento.
La miniserie emitida recientemente por la BBC no propone una nueva manera de abordar esta vieja historia conocida. Sigue al pie de la letra la trama de Victor Hugo. El actor Dominic West, a quien aprendimos a querer en The Wire (2002) y The Affair (2014), viste la piel de Jean Valjean con un ímpetu bestial. Su rostro de facciones rústicas, casi inexpresivo, es un lienzo bastante adecuado en el que se plasman los golpes duros, durísimos, de una existencia marginal asediada por injusticias absurdas.
La historia de Jean Valjean resuena aún en casos de la vida real: cuando escuchamos que a un ladrón lo condenarán a largos años de prisión por robar un miserable caldo de gallina, es la trama de Jean Valjean la que resuena en el fondo. Un hombre condenado por intentar calmar un hambre desesperada, perseguido por el sabueso más ávido y ciego de las fuerzas del orden, obligado a ocultar su nombre original para evadir el yugo de la pobreza. La historia de Jean Valjean y de Fantine y de Cosette, incluso la del inspector de hierro que los acecha, Javert, no pierde vigencia ni la perderá porque el hombre no ha dejado de ser un lobo para el hombre.
En los seis episodios de esta nueva miniserie se contiene un drama intenso que calca al pie de la letra el panorama descrito por Victor Hugo en su obra. La recreación de la época es minuciosa y los distintos escenarios parecen ensamblados con la misma argamasa con la que el escritor francés juntaba sus párrafos. Una fuga trepidante en los arrabales parisinos, a través de callejones iluminados por la luz ígnea de las farolas, entre muros de piedra que parecen sofocar el hambre de libertad, tiene un efecto similar a estas líneas de la novela: “París es un maremagnum donde todo se pierde, y todo desaparece en el seno del mundo como en el seno del mar. No hay espesura que oculte a un hombre como la multitud. Los que se ocultan lo saben muy bien y van a París como a un abismo: hay abismos que salvan”.
Quizás eso es lo que no deja de fascinarme de Los Miserables, cualquiera de sus versiones: es una oportunidad para asomarse al abismo y contemplar las orillas entre las que discurre la humanidad: el bien y el mal, la compasión y la codicia, la subordinación y la rebeldía, la soledad y la libertad... También es una invitación a reconocer la valentía de los sublevados por una razón que es más clara en las palabras de Victor Hugo: “La vida, la desgracia, el aislamiento, el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus héroes; héroes oscuros, pero más grandes a veces que los héroes ilustres”.