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Samuel Castro. Miembro de la Online Film Critics Society @samuelescritor
No es fácil lidiar con esa categoría de películas que podríamos llamar “necesarias”. Y no lo es porque cuando los críticos usamos ese adjetivo es como si también dijéramos por lo bajo: “si no fuera tan importante su tema, no valdría la pena que fueras a verla”. Puede que eso sea verdad en muchas ocasiones, como en aquellas historias de niños de ojos enormes que se sobreponen a las penurias de su entorno o en ciertos documentales aburridísimos y solemnes. Por fortuna este no es el caso en “El precio de la verdad”, con su casi malvada traducción del título original “Dark waters” (Aguas oscuras), que es necesaria en el buen sentido del término: trata sobre un tema que nos atañe a todos, combina su evidente activismo con una narración sólida, y aunque no esté a la altura de la mejor obra previa de su director, logra mostrar en algunos destellos ocasionales, la belleza melancólica que suele transmitir el cine de Todd Haynes.
Mark Ruffalo, en una actuación extraordinaria por lo modesta, por lo intencionalmente realizada en tono menor para propiciar el lucimiento de los demás, encarna a Rob Bilott, un abogado de Cincinnati que un día se ve enfrentado a una encrucijada: respetar hasta el silencio a una de las corporaciones que defiende su bufete de abogados o asumir la demanda que un granjero de West Virginia, el estado de origen de su familia, quiere entablar contra la gigante DuPont, que es la mayor empleadora del pueblo donde está ubicada la granja.
Por supuesto que “El precio de la verdad” se convierte en otra historia de David contra Goliat, pero no es eso lo que la hace necesaria. En un mundo que últimamente ve en el Joker la respuesta a sus justas quejas por la desigualdad y la inequidad, la historia de Bilott es más desesperanzadora y al mismo tiempo, más valiente: sí, es cierto que a las grandes multinacionales les importamos muy poquito, pero la respuesta no es incendiarlo todo. Ante la jactanciosa vanidad de DuPont, que quiso ahogarlo con carretadas de cajas llenas de información incomprensible para alguien que no fuera químico, Bilott usa su tenacidad y su disciplina para averiguar qué es el ácido perfluorooctanoico (PFOA) y cuáles son los efectos que causa en los organismos que entran en contacto con esa sustancia (no voy a decir acá por qué esta pesquisa nos atañe a usted y a mí, para que se anime a averiguar más sobre el tema o a ver la película) Ruffalo encarna entonces a un héroe mucho menos popular que su alter ego verde de Marvel, pero más necesario: al hombre común que no se arredra ante la magnitud de la tarea.
Aunque ni los guionistas ni Todd Haynes consiguen que la esposa de Bilott sea un personaje tridimensional, desperdicien a la mayor parte de los secundarios y reiteren algunas fórmulas conocidas, “El precio de la verdad” sí logra decirnos que la ira y la indignación sólo sirven si las transformamos en empeño. Que algún día, por más enormes que sean los molinos, debemos decirnos “Al diablo con ellos”, y enfilar nuestra lanza contra sus aspas.