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Los que tenemos algunos años (y el director de esta película tiene 87) sabemos que el castigo de los malvados, la mayor parte de las veces, no depende de la justicia sino de la suerte. El optimismo que implica creer en destinos merecidos es para los jóvenes. Bajo esta premisa Woody Allen, el maestro neoyorquino, construye una historia que contiene dos golpes de suerte, uno de ellos al comienzo de la narración, cuando Alain reconoce en una calle de París a Fanny, la chica de la que estaba enamorado en su adolescencia, en una época en que ambos, por distintas circunstancias, estudiaban en el Liceo Francés de New York.
Alain está escribiendo una novela en la que su narrador insiste que estar vivos en este mundo depende de una posibilidad entre millones, y que por lo tanto todos deberíamos entender que ya somos unos suertudos, que el resto es ganancia. Por supuesto que es la perspectiva de alguien sin muchas afugias económicas, de clase media y con buena salud, pero justamente por eso el cine de Woody Allen se siente tan cercano para tantos de nosotros.
A diferencia de lo que ocurre en muchos de sus largometrajes desde que él no es su propio protagonista, esta vez no es uno solo sino varios personajes los que encarnan a ese ser ingenuo, dubitativo y paranoico que hay en tantas de sus historias. Primero es Alain con su enamoramiento ciego, que le impide preocuparse por los riesgos; luego es la propia Fanny, cuando no sabe qué hacer con su matrimonio con Jean (un Melvil Poupaud que luce un poquito sobreactuado en algunas escenas), y finalmente es Camille, la madre de Fanny, a quien la atormenta una sospecha tras escuchar un chisme de coctel sobre su yerno, con sus amigos ricos bromeando sobre la desaparición en extrañas circunstancias del socio de negocios de Jean.
Es curioso que tantos colegas digan que esta es la mejor película de Allen en muchos años, cuando apenas hace cinco nos ofrecía la emotiva y graciosa Un día lluvioso en New York. Pero lo cierto es que Allen sí recupera el pulso que perdió en la anterior Rifkin’s Festival, ofreciendo una película que vuelve sobre sus temas de siempre (la fortuna y el azar, la banalidad del mal, las relaciones de pareja), y que se desarrolla con agilidad y soltura, decorando el planteamiento principal con diálogos punzantes —que divierten porque siempre es divertido burlarse de la tontería ingenua de los ricos, que antes creen en abducciones de extraterrestres que pensar en “uno de ellos” siendo un criminal— y con la fotografía cálida y anaranjada de otro viejo maestro, Vittorio Storaro.
Sin llegar a la perfección de Match point o de Crímenes y pecados, Allen vuelve a jugar con una vieja melodía sobre la que, como en una sesión de su amado jazz clásico, hace pequeñas variaciones. Porque podemos creernos aquello de que “forjamos nuestro destino” pero en realidad —lo sabe usted, lector, si tiene más de 40 años— estamos a merced de la casualidad, sea ésta un amor inesperado, o un cazador con mala puntería.