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Samuel Castro
Miembro de la Online Film
Critics Society
Twitter: @samuelescritor
Uno de los problemas narrativos más usuales en las películas que retratan realidades de pobreza y desamparo es el pesar. Es como si los guionistas o los directores pensaran que necesariamente tienen que hacer sentir a los espectadores esa emoción para pagar una deuda con su propia conciencia por “aprovechar” el difícil contexto en el que enmarcan su historia. La gran cualidad del primer largometraje de Yohan Manca, Mis hermanos y yo, presentado el año pasado en la sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes, es que jamás sentimos pesar por esos muchachos que la protagonizan.
Y eso que es una historia que contada en una conversación, sin que nuestro interlocutor la vea, podría llevarlo al llanto fácil. Cuatro hermanos que viven solos en un pueblito costero y medio turístico en el sur de Francia (porque el sur es un sentimiento y una patria transnacional más que un lugar), sobreviviendo con trapisondas y engaños de poca monta que incluyen venta de ropa de contrabando, comercio de estupefacientes y estafas de gigoló a jubiladas solitarias para juntar cada semana el dinero que les permita pagar los medicamentos de su madre en coma, a la que mantienen sedada y conectada a aparatos médicos en un cuarto de la casa, y con un padre muerto hace años que es apenas un recuerdo de canciones italianas que se cantaron para conquistar a su esposa y una figura de adorno en las fotos familiares.
El personaje central es Nour, el menor de los cuatro hermanos, que ya está planeando dejar el colegio para “hacer su vida” y llevar dinero a la familia, y que debe pasar el verano en el trabajo comunitario al que lo condenó la justicia por la imposibilidad de llevarlo a la cárcel siendo todavía un niño. Pintando su propia escuela se enterará del curso de canto que dicta Sarah, una cantante lírica que quiere refrescar con el viento del arte y la música a jóvenes de extracción popular. Como Nour conoce algunas arias porque son la música que él le pone a su mamá para “alegrarle” la inmovilidad, entra al curso por curiosidad y descubre con Sarah que tiene talento, un talento que tendrá que superar todos los obstáculos de su vida y su condición económica para que siga creciendo.
Es inevitable recordar a Billy Elliot de Stephen Daldry cuando uno ve la historia de un niño al que el arte puede servir como mecanismo de escape y de progreso, pero el guion de Manca y de Aude Py, que adapta una obra de teatro, no sólo esquiva el riesgo de parecerse al nuevo clásico británico elevando la dosis de realidad en su mecanismo dramático, sino que además amplía la mirada acercándonos a los personajes de Sarah y de los hermanos gracias a unas actuaciones más que verosímiles. Su debilidad en cambio se percibe en una cierta ausencia de gravedad de los acontecimientos: demasiadas peleas que no dejan huella y reacciones que terminan sin importar. Como si la opción de no aprovechar las oportunidades que pareciera tomar el protagonista, fuera la misma senda por la que quiere transitar la película. Y la levedad puede ser tan dañina como el pesar.