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Diego Agudelo
Crítico de serie
Creo que se llamaba La casa voladora. Era una serie animada sobre unos niños que viajaban en el tiempo con su abuelo o con su tío o con un amigo viejo, no recuerdo bien el parentesco. Las historias que contaban me gustaban, aunque no entendí nunca por qué solo viajaban a los años de Jesucristo y renunciaban al placer de ver a los dinosaurios o viajar al futuro para saber si era cierto que los robots habían conquistado a la humanidad, como en las películas de Schwarzenegger. De todos modos sus aventuras me cautivaban. Viajaban a una época lejana, conocían al hijo de Dios, presenciaban sus milagros, incluso ayudaban a resolver algunos problemas. Por aquellos años, el único libro que había en casa era una edición ilustrada de la Biblia que yo leía con emoción, pues las ilustraciones sugerían peligro y aventuras: un océano abierto en dos colapsando sobre las tropas de los egipcios, un hombre encerrado con leones en una fosa -¿o era una caverna?-, un ejército derrumbando las murallas de una ciudad con el toque sincronizado de mil trompetas... Entonces esa trama de niños que viajaban a esa época mítica me hacía soñar con que algún día sería posible embarcarse en semejante travesía. Viajar en el tiempo es sueño, fantasía, utopía; también puede ser pesadilla y principio del caos.
Otra serie que recuerdo sobre viajes en el tiempo es Viajeros (Voyagers!), de 1982. La máquina no era una casa o un auto modificado como el Delorean de Volver al futuro. Era una especie de brújula mágica. El protagonista se llamaba Phineas Bogg, era un miembro de una organización que sonaba como la mejor cofradía a la que uno podría pertenecer: la Liga de los Viajeros en el Tiempo. Creo que es por accidente que Phineas conoce a su compañero, un niño llamado Jeffrey. Esta serie me enseñó que viajar en el tiempo es peligroso, que cualquier pequeño cambio puede alterar la historia y, también, que si se tiene ese poder no hay que menospreciar sus posibilidades inagotables: los protagonistas viajaban a los años más emocionantes de la humanidad: el antiguo egipto y el lejano oeste, los años convulsos de la II Guerra Mundial y la época de los gladiadores. El destino siempre era el pasado porque la misión de ambos era corregir las desviaciones de la historia.
Un propósito similar es el de los protagonistas de El ministerio del tiempo. La serie española se ha convertido en un título de culto que recientemente estrenó su cuarta temporada. El estado, con el monopolio de este poder, es el encargado de reclutar a los paladines que deberán proteger el curso de la historia, evitar que cualquier pequeño aleteo de mariposa se convierta en una tempestad en el presente.
Ahora que Dark es la serie de culto entronizada por las audiencias, recordé las tramas que han intentado desenredar la madeja de los viajes temporales, jugar con las posibilidades narrativas de sus paradojas y explotar las ventajas que estas ofrecen a la hora de darle intensidad dramática a las tramas. Y cuando el viaje en el tiempo se queda corto, siempre está el as bajo la manga de las dimensiones paralelas. El primer viajero interdimensional que recuerdo es a Spiderman, que en una serie animada de los años noventa conocía a las extrañas versiones de sí mismo que habiataban en los múltiples universos.
Y recuerdo con una emoción especial la serie Deslizadores, de 1995. El drama de Quinn Mallory me tocaba el corazón. El joven inventor desarrollaba un dispositivo que abría portales a otros mundos. Después del primer viaje, no pudo llegar de nuevo a su mundo materno. Su viaje era una odisea verdadera: perdidos en el océano interdimensional, Quinn y sus amigos, veían las distintas maneras terribles en las que podía mutar el proyecto humano.
Dark renueva mi fascinación por este tipo de viajes extraordinarios, supone un desafío estimulante tratar de resolver o por lo menos entender todas las paradojas que propone y, por ser una serie alemana, es un encanto que desplace un poco el monopolio que Estados Unidos ejerce sobre este formato audiovisual.