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La cara verdadera de los ángeles

16 de febrero de 2016
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Nadie podría dar precisiones aritméticas. El hecho es que la población colombiana se divide en dos porciones. Una que hace mucho ruido, grita alto, aparece en los medios, cree comandar el curso de la nación. Otra que apenas se siente, come callada, susurra, es el sedimento que evita el hundimiento del país.

No vale la pena insistir en el primer grupo, pues para toparse con él basta salir a la calle, montar en transporte público, enterarse de las noticias meridianas de televisión, hacer filas en despachos públicos, repasar la historia espinosa de los últimos siglos.

Ahí están, omnipresentes, los representantes de la mitad maluca. Son los que acechan todas las oportunidades, trepan, engañan incluso a la mamá, aspiran a lo máximo esforzándose lo mínimo, roban, matan, intrigan y tumban.

No son estos, por fortuna, quienes dibujan con Cortázar ‘la cara verdadera de los ángeles’; es decir, de los colombianos del común. En el otro lado persisten calladamente los que no han perdido su lejano origen campesino.

Vienen de familias que acogen, celebran y acunan con mínimos recursos y máximas caricias. Despliegan variedad de inteligencias, por lo general poco contaminadas de academia. Se levantaron en medio de diferencias: diferencia de aprendizajes, de sensibilidades, de aspiraciones, de secretas ilusiones.

No hay en el planeta personas más hábiles para los trabajos que estos colombianos de ingenio. Los artefactos desechados por chatarra en el primer mundo aquí reviven como nuevos gracias a sus manos y astucias. Son creadores del mundo desde el primer día de la luz, pues han desentrañado los resortes de máquinas, circuitos, cementos, especias, tubos y energías.

Esta legión no contabilizada ejerce sus labores mágicas y baratas mediante la publicidad gratuita del voz a voz. Las amas de casa guardan sus números de teléfono como tesoros a los que se recurre tras cada catástrofe doméstica. Ellos acuden y son fiesta de historias del barrio, sabiduría heredada casi sin profanación ni fatuidad.

Son artesanos y albañiles, aseadoras y porteros, cocineras y técnicos en pequeños despachos. Ningún oficio les queda grande, pues si ellos mismos ignoran algún tornillo, siempre hay un amigo que da la mano.

Sonrientes, optimistas, desdeñosos de la puntualidad, listos a apuntalar el mundo entero, estos colombianos son el sustrato que impide el derrumbe.

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