viernes
7 y 9
7 y 9
En 1630 un canónigo de Popayán llegó a lo que entonces era un pequeño caserío donde vivían poco más de 80 indígenas rodeados de algunos españoles. San Lorenzo de Aburrá había sido fundada 15 años antes en lo que hoy es El Poblado como la primera huella de los españoles en esta zona. La visita de Don Pedro de Herrera Gaitán no era una casualidad. Llegaba a solicitar la construcción de un templo para la naciente comunidad.
A dos leguas de distancia, un lugar conocido como Aná, lucía aún desolado y con pocas oportunidades de entrar a la historia. Fue allí, sin embargo, y no en San Lorenzo de Aburrá, donde se autorizó la construcción de un templo. A punta de cal y arena se levantó La Candelaria. Una vez construida, se abrió frente a ella un gran atrio que tenía como finalidad servir de espacio a las fiestas religiosas en homenaje a Nuestra Señora de La Candelaria. Alrededor de ella, la primera plaza pública de Medellín, creció la villa.
Ese modelo de construcción de ciudad, implantado por los españoles, se siguió usando tras la Independencia. Natalia Castaño, arquitecta y magíster en Paisaje, Medio Ambiente y Ciudad, explica que “los barrios siguieron manejando esa misma forma: una plaza central en la que se ubican los principales equipamientos del barrio, incluida la iglesia, que en muchos casos se volvió un símbolo”. Sin embargo, ya no con el mismo significado.
La Ley de las Indias, el compendio de reglas que regían la fundación española de ciudades y villas en América, tenía instrucciones claras para la construcción de las plazas centrales.
El profesor y magíster en estudios socioespaciales Vladimir Montoya, señala que “allí se concentraban las iconografías de los poderes más fuertes de la época: estaba la iglesia, que debía construirse unos centímetros más alto respecto al resto de la plaza, generalmente situada al lado o justo en frente de la sede del representante del rey, y alrededor de ellas el mercado y algunas viviendas exclusivas”.
Todo estaba puesto allí con un propósito y reflejaba la concepción del Estado y de lo público que dominaba en el momento. No había ciudadanos, había súbditos de un rey. El indígena, el negro, la mujer, tenían espacios vedados en la plaza, una situación que, según el historiador Juan Camilo Escobar Villegas “niega la noción que hoy entendemos de lo público”.
Tras las revoluciones culturales y políticas que dieron nacimiento a la República, lo público y la noción de espacio público mutó. La ciudadanía no fue más un privilegio y el conjunto de la sociedad reclamó su lugar en la plaza.
Una ciudad es un asentamiento humano de extraños que tienen probabilidad de encontrarse. Así la define el sociólogo estadounidense Richard Sennet. Y un encuentro de extraños no es como una reunión de familiares o amigos. Con el desconocido no hay antecedentes, no hay nada en qué basarse, no hay un punto que retomar para seguir. Con los extraños no tiene que haber una intención de seguir. Al terminar, es posible que cada quien continúe su camino, como un desconocido para el otro.
Zygmunt Bauman, un reconocido filósofo polaco, define de hecho este particular cruce como un “desencuentro”. Allí donde pasa, sucede algo maravilloso que no es posible en esferas íntimas como la familia o la amistad. Entre desconocidos, cada quien asume un papel anónimo. Sin un rol determinado, el anónimo es aún así reconocido y respetado por los demás.
El desencuentro es lo que se ha llamado vida pública, y allí donde pasa, lo que hemos entendido como espacio público en la actualidad. Un lugar, dice el profesor Montoya, donde se despliegan nuestras formas de relacionamiento, de convivencia y diálogo con la diferencia.
La expansión de urbes como Medellín se ha desarrollado con rapidez y complejidad desde la antigua plaza española. A pesar de que el ordenamiento heredado sigue presente en los parques barriales más antiguos como los de Boston, Belén, y casi la mayoría de plazas centrales, esta explicación se ha quedado corta para entender la nueva ciudad. La académica María Teresa Uribe explicaba con mayor claridad el dilema, en una ponencia titulada De la urbe a la polis: la construcción de ciudadanía.
“En Colombia hemos construido de una manera fragmentada y espontánea urbes. Pero no logramos aún construir polis, es decir, nuestras ciudades, nuestro mundo urbano presenta débiles y desdibujadas dimensiones públicas”. Y es que aunque la ciudad construye año tras años kilómetros de senderos, parques y aceras, no todos ellos logran cumplir una función pública.
Una placa de cemento que une a una estación de metro con una avenida principal y algunas sedes administrativas de entidades de la ciudad. Un par de esculturas parecen flotar entre el gris, haciendo de solitarios faros. Sin bancas, sin árboles, sin más sombra que la que dan los edificios. Cientos de personas lo atraviesan, viajando de un punto X a un punto Z, mirando con miedo, pese a que allí, en el parque San Antonio, hay una estación de Policía.
“La placa dura es para eso, está diseñada para que usted esté pero no se quede. Es el espacio público pensado más como conectividad” explica el profesor Montoya. San Antonio, agrega, es el resultado de un modelo típico en la época de los noventa que entendió el espacio público en función de la compresión del tiempo, “que el tiempo rinda”. Un lugar ideado para transitar, un constante fluir sin detenerse. Su escaso equipamiento urbano hace que la permanencia en él, un elemento básico si se quiere entablar una conversación con el otro desconocido, sea una decisión difícil de tomar por el ciudadano.
Las razones que impulsaron este modelo, aún vigente no solo en este sino en otros espacios “públicos” de la ciudad, son discusión aún de urbanistas, arquitectos y sociólogos. Al profesor Montoya le gusta explicarlo a través del miedo. “Tal vez por nuestra larga historia de conflicto, hemos desarrollado una especie de fobia por el espacio público, una suerte de pánico y desconfianza con él. Lo hemos asumido como el lugar de la amenaza, del riesgo”. Un lugar de paso rápido hacia la casa”.
Tras unos años de fría permanencia en el Centro de Medellín, San Antonio comenzó a vivir un fenómeno que cambió su naturaleza. A partir de mediados de la década del noventa, la ciudad fue el punto de llegada de miles de desplazados por la guerra. “Son esos migrantes los que cogen ese parque, diseñado para transitar, y se quedan en él. Lo resignifican y lo convierten en la plaza de encuentro de la comunidad afro”.
Como pasó en San Antonio, otros lugares de la ciudad se han resignificado y convertido en puntos de encuentro para algunos sectores de la sociedad. Falta uno, sin embargo, que nos reúna a todos.
Un espacio como la plaza Bolívar de Bogotá o lo que fue la Plaza Cisneros en los tiempos del ferrocarril, antes de las instalaciones luminosas con las que cuenta hoy en día. Un espacio donde el “desencuentro” entre desconocidos sea un hecho más común.