Porfirio, de Alejandro Landes

La vida desde una silla de ruedas

Por: Oswaldo Osorio


El cine siempre ha sido dominado por historias que permiten la evasión de la realidad y por narrativas con estructuras definidas, puntos de giro, y conflictos concretos. Sin embargo, buena parte del cine de los últimos años (no el de Hollywood, por supuesto) ha tomado una dirección casi opuesta: habla no solo de la realidad, sino de la cotidianidad, tiene estructuras narrativas difusas, puntos de giro desvanecidos por un manejo del tiempo que es más como el de la vida que como el del cine, y con conflictos aparentemente ordinarios o minúsculos.

Porfirio tiene estas características. Su vocación por retratar la cotidianidad de un hombre en silla de ruedas raya con el documental. De hecho, Porfirio es Porfirio y el drama que vemos en la pantalla es su vida misma. No obstante, todo en esta cinta es evidente que está planificado en cada detalle. Empezando por la fotografía, tanto los cuidados encuadres como el uso de la luz, porque con los unos y la otra se logra una estilización que da cierta belleza a lo que podría verse como fealdad y marginalidad.

Ese relato quedo y la mirada contemplativa pincelan de a poco y con paciencia el retrato de Porfirio y su cotidianidad arrinconada en su limitación. De esta forma, logra adentrarnos a la normalidad de una vida que casi nada tiene de normal. Las rutinas van construyendo con solidez a un personaje con una vida de desencanto y contrariedad, mientras los detalles (como saber cuántos canales tiene una teja, por ejemplo) dan cuenta de los matices de esa rutina.

Es cierto que puede ser una película difícil de ver, que la carga de lo que parece más un documental le pese a quienes estén pensando en una historia y un relato convencionales, pero todos esos tiempos muertos, esas acciones cotidianas (desde bañarse o defecar hasta tener sexo) y esa aparente falta de conflicto, es lo que le permite al espectador entender a este personaje en la callada desesperación de su condición. Solo así ese final inesperado cobra su real significado y con la fuerza requerida.

Si durante casi todo el metraje nos acosa una suerte de malestar e incomodidad por la intromisión en la intimidad de Porfirio, al final, ya más cómodos con la cercanía a la que nos ha obligado el relato, su historia se transforma bajo las connotaciones ideológicas y sociales de su condición y de lo que él quiso hacer para solucionarla.

En esta cinta vemos el documental moldeado por la ficción, pero una ficción que obedece a los tiempos y la mirada del documental, aunque lo desobedece cuando nos ofrece una representación estilizada y un relato parsimonioso que se soluciona magistralmente con una canción final, una canción que obliga al espectador, mientras la escucha, a devolverse y redefinir esa historia que le acaban de contar y ese personaje que acaba de conocer.

El juego de la fortuna, de Bennet Miller

Las batallas contra el sistema

Por:  Oswaldo Osorio


El deporte en el cine es un tema recurrente al que poco le falta para ser un género. De hecho, es posible identificar un esquema general en la mayoría de las películas que abordan este tópico. Esta es una cinta sobre el beisbol, pero nada tiene que ver con ese esquema, todo lo contrario, de beisbol vemos casi nada, porque lo que le interesa a esta historia es contar eso que está por fuera del deporte más amado y de mayor tradición en Estados Unidos.

Y justamente por eso es significativa esta película, porque relata la historia de vida del hombre que cambió el beisbol, pasando por encima de tradiciones centenarias y poniendo en evidencia (nuevamente) que lo que para los fanáticos es amor y pasión, para los dueños del deporte es un negocio en el que el aspecto deportivo se ve doblegado por el mercado y donde el que gana no siempre es el que mejor juega sino el que más tiene.

Billy Beane es el director general de los Oakland Athletics, un equipo chico que siempre estará en desventaja ante los grandes clubes y sus transacciones millonarias. Aunque Billy cree que puede hacer un gran equipo con poco, pero para hacerlo debe romper las reglas y ver de otra forma este deporte. De ahí surge la fuerza de esta historia, porque esos hombres que luchan contra el sistema y que ven lo que otros no, siempre protagonizan historias atractivas, idealistas y con las que el espectador tiende a identificarse y a complacerse, aún sin importar que la empresa fracase.

Así que la batalla que nos presenta esta cinta no es en el campo de juego, sino en las instancias administrativas del beisbol de grandes ligas a principios de este siglo. Es el conflicto entre la tradición de manejar este deporte a partir del supuesto conocimiento que da la experiencia y la intuición, frente a la idea de tomar decisiones con base en lo que dicen las estadísticas y lo trazado por un programa de computador.

Todo esto suena muy aburrido, y más aún si uno no sabe nada de beisbol. Pero no ocurre tal cosa, pues el director (y el mismo Brad Pitt) sabe imprimirle la intensidad dramática suficiente a la lucha contracorriente en la que se embarca este hombre con su asistente. Por eso no necesariamente hay que saber de beisbol, porque se trata de un relato sobre un visionario y su determinación para cambiar el sistema. Y aún así, está muy alejada de ser una melosa historia de superación y camino al triunfo.

No es que se trate de una gran película, pero de acuerdo con sus intenciones y el tipo de historia que cuenta, es un relato construido con solidez, que nos presenta a unos personajes dotados de la fuerza suficiente para creerles e identificarnos con ellos y que plantea una idea de fondo con mucho sentido, la cual habla de esas batallas que se deben de dar en la vida, no importa si la derrota está más asegurada que la victoria.

El árbol de la vida, de Terrence Malick

Una experiencia trascendental

Por: Oswaldo Osorio


El grueso de los espectadores de cine ve películas para que le cuenten historias, por evasión y por puro entretenimiento. Pero este filme tiende a ir en dirección contraria, pues el argumento es más bien vago, en lugar de alejarnos de la realidad nos confronta con nuestra existencia y solo es entretenido para quien esté dispuesto a aceptar estas dos características. En otras palabras, es cine salido de los esquemas, audaz en su propuesta cinematográfica y con peso y profundidad en las ideas que plantea.

El admirado y hermético Terrence Malick, el hombre de solo cinco películas en cuatro décadas –cuál de todas mejor- y el que ganó la Palma de Oro en Cannes con esta cinta, de nuevo sorprende y fascina con una obra llena virtuosismo visual y cargada de preguntas y reflexiones sobre (nada menos que) el sentido de la vida y la naturaleza humana.

A partir de la mirada a una familia, su cotidianidad y sus más íntimos pensamientos, este autor nos ofrece distintos puntos de vista de una introspección, humana y mística al mismo tiempo, que es guiada por las palabras pero potenciada por las imágenes. Desde el amor de la madre, pasando por las pulsiones y dilemas del primogénito, hasta el problemático comportamiento del padre, están presentes los cuestionamientos y reflexiones que Malick hace sobre asuntos tan trascendentales como la vida, la muerte, el amor, el papel del hombre en la sociedad y la relación con Dios.

Ese diálogo que la película establece entre lo terrenal (una cena familiar, por ejemplo), lo íntimo (el niño que contradice con sus actos sus pensamientos) y lo espiritual (la visión del mundo y la comunicación con Dios), no es un diálogo tranquilizador, todo lo contrario, produce en los personajes –y en el espectador- una angustia de fondo y un temor a lo que pueda pasar ante tanto desasosiego.

También de nuevo, Malick somete al espectador al éxtasis y el desconcierto con una descarga de imágenes sobrecogedoras, tanto con la cámara y sus recursos, como en la elección de las formas y cosas que registra. Es una lección de sensibilidad y delicadeza a través de la luz y los encuadres, pero también la creación de unas imágenes imperativas, guiadas por el abuso del gran angular, que da la sensación de plenitud y amplitud de los espacios y los movimientos durante casi todo el metraje.

Además, está esa gran introducción que nos devuelve al origen más remoto de la vida y de la tierra, algo que aparentemente no tiene nada que ver con la historia de esta familia de que nos habla luego, pero la verdad es que los volcanes, los dinosaurios y el cosmos, junto con esa familia, hacen las mismas preguntas: ¿Qué es lo esencial? ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? y ¿Cómo llegamos a esto?

Una experiencia estética y trascendental, eso es esta película, pero es una obra que puede ser difícil para quien la enfrente pensando que verá el cine de siempre, el que tiene bien definido un argumento, el que evidencia claramente un conflicto y el que lleva de la mano al espectador hacia un sentido concreto. Para ver esta película hay que estar abiertos a experimentar otras sensaciones, a hacerse preguntas y a seguirla “observando” luego de que haya terminado.

Los descendientes, de Alexander Payne

Angustia, playa y sol

Por: Oswaldo Osorio


Esta es una de esas películas que muchos espectadores jóvenes acusan de “lenta”. Y es que en ella no pasan demasiadas ni sorprendentes cosas, casi todo el tiempo es solo gente conversando, y no de asuntos interesantes o infrecuentes, sino de su vida cotidiana y sus problemas domésticos. Podría pensarse en ella como una película adulta, porque se concentra más en los personajes que en la historia y porque, por encima de la acción, le interesa la reflexión y hacerse preguntas sobre graves asuntos.

Alexander Payne es un director que con solo un puñado de películas se ha ganado un prestigio en Hollywood. Su cine lo hace con grandes estrellas, temas reflexivos e introspectivos y una vocación de independiente que alcanza a gustar a la crítica y a un público considerablemente amplio. Películas como Elección (1999), A propósito de Schmidt (2002) o Entre copas (2004) así lo demuestran.

El punto de partida de esta historia es una tragedia familiar, pues cuando una mujer queda en coma luego de un accidente, deja a su esposo y dos hijas en una verdadera encrucijada existencial. Sobre todo él, quien es el narrador e hilo conductor del relato, ve cómo todo se derrumba a su alrededor y que realmente no tiene control sobre su mundo.

Para enfrentar esta crisis, este hombre inicia un viaje emocional en el que arrastra a sus dos hijas (y de ñapa a un adolescente que parece tonto, pero que no lo es tanto). Es un verdadero viaje interior: hacia al pasado por vía de sus antepasados, hacia sus hijas y su rol como padre, y hacia su propia identidad por medio del cuestionamiento de su vida.

Por eso la búsqueda del amante de su esposa, que emprende con sus hijas y el amigo tonto, es solo una excusa para encontrar otras cosas más esenciales, esas que deberían llenar el vacío causado por la ausencia de la madre y las que les ayudaría a enfrentar el horror de la muerte. Esas cosas esenciales podrían ser la familia, el amor filial y la identidad.

Todo esto puede sonar un poco cursi y cargado de drama, pero aunque estos elementos están presentes y tienen un peso importante, el tono general del relato tiende a ser desenfadado y hasta con toques de humor. Y este contraste se ve refrendado por ese paisaje hawaiano, -arquetipo de lo paradisiaco- como telón de fondo y geografía determinante de un drama de malestar existencial, infidelidad y muerte.

Paralelo a este conflicto emocional que es la base de la historia, corre otro de fondo sobre la posibilidad de vender unas tierras ancestrales. Todo este asunto que podría ser prescindible, parece tener la función de ilustrar y corroborar la nueva consciencia que toma el protagonista al final de este viaje emocional. Sin embargo, siempre quedará la duda de que la verdadera razón por la que tomó esta decisión haya sido por despecho.

Así que esta película, de argumento errabundo y sólida construcción de personajes, nos invita a presenciar la transformación de tres personas que, para enfrentar una crisis, regresan a lo esencial, esto contado sin exhibicionismos y ni siquiera con mucha intensidad, solo con buen pulso para crear personajes y hablar de la naturaleza humana.

J. Edgar, de Clint Eastwood

Retrato de un poderoso hombrecito

Por: Oswaldo Osorio


El cine de quien es considerado el último director clásico estadounidense nunca deja de sorprender. Si bien no todo lo que hace tiene la misma consistencia, cada tanto le entrega al público unas obras sólidas y portentosas, como Los imperdonables, Río místico, El Gran Torino o esta nueva cinta, en la que hace un inteligente y revelador retrato de uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos durante el siglo pasado, el fundador del FBI, J. Edgar Hoover.

El poder es información, y obtenerla es la principal labor del FBI desde que Hoover defendió la necesidad de un archivo con las huellas digitales de los criminales. Pero la información también le sirvió para chantajear al país entero, por eso fue tan poderoso, así como odiado y despreciado por muchos. Fue un sagaz y estricto hombre de ley que torcía la ley si era necesario para “la seguridad de la nación”.

Ante un personaje así, Eastwood se muestra sobrio y ecuánime, sin caer en el facilismo de la denuncia o el desenmascaramiento complaciente con el público, sobre todo con el de su país, que nunca recuerda gratamente a este hombre. Efectivamente lo dibuja como un ser oscuro, mañoso y reprimido, pero para hacerlo apela a unas situaciones y una puesta en escena contenidas, así como lo es la convincente interpretación de Leonardo Di Caprio.

Así mismo, demuestra una encomiable sutileza en la forma como pone a correr paralela esa relación del protagonista con quien fue su mano derecha, Clyde Tolson, y también se le ve sugerente cuando habla de la homosexualidad reprimida de Hoover, y aún así, es uno de los aspectos que más fuerza tiene en la película y en el personaje, sobre todo por vía de la relación con su castradora madre, quien incluso sale peor librada.

Con un acercamiento que recuerda mucho al Nixon de Oliver Stone (1995), el relato trata de construir al hombre sin juzgarlo, todo a partir de una estructura narrativa que salta del pasado al presente y de su vida pública a la privada. De esta forma, el retato se hace más completo y contrastado, porque le va proporcionando elementos al espectador que le dan indicios para hacerse una imagen más acabada y compleja de este hombre.

Si bien Hoover, durante los casi cuarenta años como director del FBI, fue protagonista de excepción de muchos de los acontecimientos clave de la historia de los Estados Unidos, estos pasan a un segundo plano, porque lo que le interesaba a Clint Eastwood era dar cuenta de la personalidad de este hombre en toda su dimensión. Por eso es posible experimentar distintos sentimientos hacia él a lo largo del relato: admiración, indignación, respeto, exasperación, desprecio y hasta compasión.

Así que de nuevo Clint Eastwood nos ofrece una obra sólida y redonda, en la que muestra su sensibilidad para revelarnos la hondura de la naturaleza humana y sus diferentes capas, todo a partir de una concepción del cine heredada de los maestros del cine clásico: sin efectismos ni artificios, clara y eficaz, elocuente y contundente.

La piel que habito, de Pedro Almodóvar

El mismo autor pero con otra piel

Por: Oswaldo Osorio


Desde hace algunos años las películas de Almodóvar ya no son tan esperadas, en parte porque sus buenos filmes en línea se acabaron y, a veces, hay que soportar las salidas en falso de una carrera que pasó de fascinante a brillante y luego a irregular. Esta última entrega, con su arrevesada trama y los malabares de sus planteamientos, está a mitad de camino entre esas ideas geniales y extravagantes que han definido su universo y un relato sin alma y de casi perfecta pero artificial ejecución.

Muchas de sus películas han tenido esas retorcidas y casi improbables tramas, en cierta forma eso hace parte de su estilo. Y aunque ésta toma más tiempo de lo conveniente para coger forma, termina siendo una historia bien construida, con cierta originalidad y al final sorprendente. Sobre todo porque después de la primera mitad se convierte en un thriller, tornándose intrigante y un poco oscura, con esa mezcla de verosimilitud y artificio propia del género.

Ya Almodóvar en varias de sus películas se había valido del quehacer médico como componente de sus historias, solo que esto normalmente servía como detonante o excusa para crear situaciones y explotar emociones, pero en esta cinta, con su trama ensortijada y el tono de thriller, ese componente médico se toma el relato y es llevado a obsesivos extremos, más cercanos a los filmes de David Cronenberg (por lo enfermizo y visceral-anatómico) que al melodrama pasional por el que se le reconoce.

Pero lo más cuestionable de esta película (de Almodóvar, porque es inevitable juzgarla teniendo su obra como referente) es que no parece hablar de nada significativo, pues difícilmente la obsesión enfermiza y llevada al extremo puede decir algo relevante sobre las emociones humanas. Este eminente médico, obsesionado por la venganza, por una mujer, por su esposa muerta y su hija loca, poco nos puede decir acerca de la vida, la pasión, el amor o sobre cualesquiera de esos sentimientos de los que siempre nos había hablado este director en sus películas.

Todo se queda en un jugueteo ficcional muy llamativo y hasta entretenido, pero hecho con los artificios del thriller y hasta de la ciencia ficción: las armas de fuego que crean o solucionan puntos de giro, organismos transgénicos aplicados en los humanos, los flashbacks que sorprenden revelando secretos o la información suministrada a su debido tiempo. Cada cosa bien puesta en el relato para asombrar, para turbar con insólitas situaciones o encantar con los bucles del argumento. Aunque también hay recursos fáciles o icluso donde Almodóvar se calca a sí mismo, como el personaje díscolo que entra para desquilibrar el orden establecido, quien es familiar de la criada, perseguido por la justicia y que viola a una mujer, exactamente como ya lo había hecho en Kika (1993).

Y no, no es que sea una película tediosa, torpe o exasperante, justamente todo lo contrario; y tampoco es que no se reconozca el universo y el estilo del famoso director manchego, de hecho, aquí hay muchos de sus elementos y temas recurrentes: amor y muerte, pasión y sexo, obsesión, dilemas de identidad y género, etc. El problema es que parece un divertimento extravagante que pudo haber hecho cualquier otro, más que una de esas obras suyas que emocionaban al espectador con esos personajes tan cursis, arrebatados y entrañables.

La cara oculta, de Andrés Baiz

O del entretenimiento momentáneo

Por: Oswaldo Osorio


Entre todas las tipologías de cine que se podrían crear, existe el cine bien hecho y el buen cine, que tal vez son parecidos, pero nunca la misma cosa. Algunas afortunadas películas pertenecen a ambos tipos, pero esta cinta de Andrés Baiz es solo cine bien hecho, porque se trata de un thriller que en general cumple su objetivo y evidencia su metódica concepción, pero que termina siendo apenas eso, un buen ejemplar de cine de género que se olvida cuando empiezan los créditos finales.

Fue inevitable experimentar cierta desilusión al ver que este filme no tenía ese tono visceral y oscuro de su cortometraje La Hoguera (2007) y su película Satanás (2007). En este nuevo proyecto solo se mantiene el buen pulso narrativo de este director y su eficacia con las imágenes, porque por lo demás, estamos ante un thriller ciertamente original en su historia y bien contado, pero que emociona y sorprende apenas en la justa medida (eso sí, no vea el tráiler porque le cuentan la mitad de las sorpresas).

El material promocional de la película habla de una historia que “explora los límites del amor, los celos y la traición”, no obstante, estos elementos solo son una excusa argumental que están en la superficie del relato, el cual se concentra en lo mismo que la mayoría de los thrillers: el enigma por resolver. En este caso, se trata de la misteriosa desaparición de Belén, la novia del protagonista.

Solo hasta que se revela la razón de esta desaparición, la trama toma la fuerza y el interés de los que carecía en casi toda la mitad de la película. Es cierto que toda esa primera parte es para preparar los eventos finales, que ciertamente crean una verdadera tensión y sorprenden genuinamente, pero de todas formas es mucho tiempo de espera y diálogos de trámite y falsas pistas prescindibles,  todo lo cual se pudo haber reducido para mayor eficacia del relato.

Esto mismo ocurre con los tres protagonistas, que pasan demasiado tiempo siendo tan sosos y comunes y corrientes que no es posible identificarse con ninguno de ellos. Solo al final las dos mujeres consiguen un giro en su comportamiento que le cambia un poco el registro a sus personajes, pero no hay mucho tiempo para apreciar de qué más son capaces, porque poco después termina la película.

Andrés Baiz logró hacer una película que, en términos de producción, supera mucho del cine colombiano, ya por sus coproductores españoles, por su distribuidora internacional, por el gran nivel que consigue en su factura y por tratarse de cine de género, pero no nos dice mucho con su película, no hay nada significativo en ella como para recordarla, solo es una cinta óptima para quienes gustan de las películas que entretienen y sorprenden momentáneamente.

Holocausto: dos miradas sin novedad

Holocausto: dos miradas sin novedad

Por: Oswaldo Osorio


Por estos días coinciden en la cartelera dos películas sobre el holocausto, Mis recuerdos de Ana y La redada. Ambas tienen en común el tratamiento sensiblero del tema y los forzados giros argumentales. La primera es italiana (con un artificial doblaje en inglés) y la segunda francesa, y son también dos ejemplos de ese cine que no es capaz de decir nada nuevo sobre un tema que ya ha sido muy trasegado.

Mis recuerdos de Ana (Memories of Anne Frank), de Alberto Negrin, retoma el personaje de Ana Frank, tantas veces recreado por el cine y la televisión, pero no se centra en lo importante del personaje, esto es, los más de dos años que estuvo oculta en un ático y que son relatados en su célebre diario, sino que esta historia se aventura a especular sobre su destino y el de su familia en los campos de concentración.

Por eso toda la película es una sucesión de lugares comunes vistos en incontables películas: la crueldad de los nazis, pero aquí dibujados con burdas muecas de maldad; la separación de las familias entre gritos, con una excesiva banda sonora de Ennio Morricone puesta al servicio de la redundancia dramática; el hambre, la convivencia con la muerte, etc. Y cuando se propone ser reflexiva, lo hace torpemente con artificiales episodios, como el examen que le hace el rabino al estudiante de la SS.

De otro lado, La redada (La rafle), de Rose Bosch, parece querer decir algo distinto porque presenta dos variaciones importantes: la primera, es que se trata de los judíos en París, y la segunda, que el relato se centra en los niños. Sin embargo, el protagonismo de los niños solo es el vehículo para forzar las situaciones dramáticas y sentimentales, así como para repetir el disco rayado de la crueldad de los nazis y el miedo cómplice del resto de la sociedad.

También está la reiterada idea del médico y la enfermera que se convierten en el sustento físico y moral del grupo de judíos. Pero en definitiva es una cinta que no ofrece ninguna vuelta de turca sobre el tema, ningún personaje significativo ni una idea que no suene repetida. Concesiones al público sí hay muchas, algo que es muy fácil de conseguir con el ternurismo explotado de una historia con niños.

Hay a quienes los exaspera la insistida referencia a ciertos temas en el cine, como la dictadura argentina, el conflicto en Colombia, la guerra civil en España o el holocausto mismo. No se dan cuenta de que son tópicos que, por su importancia histórica y el fuerte drama humano que conllevan, le permite al cine seguir reflexionando con grandes palabras sobre la condición humana en el contexto de un importante momento histórico.

No obstante, para contar lo ya contado y no repetirse, es necesario proponer una perspectiva distinta o proporcionar elementos diferentes, así lo demuestra, a propósito de estas dos películas, una corta lista de buenos títulos sobre el holocausto: La lista de Schindler (Steven Spielberg), La vida es bella (Roberto Begnini), Adam resucitado (Paul Schader), La decisión de Sophie (Alan J. Pakula), El triunfo del espíritu (Robert M. Young) o Juicio a Dios (Andy De Emmony).

Por eso, en estos casos, tal vez es mejor quedarse en casa viendo una buena película en video que morirse de tedio en una sala de cine.


Cuando el amor es para siempre, de Gus Van Sant

Diferente puede ser bueno

Por: Oswaldo Osorio

Amor, muerte y cáncer. Una conocida ecuación que el cine ha ensayado con diferentes resultados. Generalmente ello depende de quien se encuentre tras la cámara, y en este caso es un señor director a quien se le dan bien los dramas juveniles. Con solo una joven pareja, conversando, deambulando y esperando lo inevitable, Van Sant ofrece aquí una bella, melancólica y delicada película, como ya antes lo había hecho.

Desde la renegada Drugstore cowboy (1988), pasando por la cruda poesía de Los dueños de la noche (1992), hasta la descarnada y opresiva Elephant (2003), este director ha demostrado su sensibilidad para retratar y reflexionar sobre el universo juvenil urbano, poblado generalmente por muchachos díscolos, al borde del abismo o al menos diferentes al grueso de su especie.

Tal vez eso es lo único que molesta un poco de esta película: la marcada singularidad de la pareja protagónica, que es lo que permite ese mundo un tanto bizarro que construye la historia, lo cual, al menos en un principio, resulta de cierta forma artificial, lleno de una estilización que solo es posible en la ficción. Pero aunque esto sea así, como ocurre casi siempre con el arte, es posible que el artificio y la estilización hablen de cosas reales y concretas.

En esta cinta lo real es el imperativo de la muerte y lo que se concreta es el amor, nada menos que los dos elementos más determinantes de la vida. A estos dos personajes, que son demasiado poco ordinarios, en principio los une esa personalidad poco común y el contacto que tienen con la muerte. Pero cada uno de ellos asume una posición diferente. Ella se muestra serena y madura ante lo tristemente inevitable, mientras él aparece infantil y colérico.

Ambos parecen atribulados héroes del romanticismo, incluso la película enfatiza esa diferencia y esa actitud existencial –aumentando de paso la carga de estilización- con la indumentaria de los protagonistas, ataviándolos con pintas decimonónicas que no reparan en anacronismos. Aunque si bien en este tipo de elementos hay estilización, en general se trata de un relato tremendamente sencillo, que hace de la sutileza y la funcionalidad el mejor vehículo para hablar de esos temas tan solemnes y esenciales.

Así mismo, esa sencillez está presente en el tono en que está planteado el relato, un tono cruzado por el romanticismo y la melancolía, que no por la tristeza, porque a pesar de la ominosa amenaza de la muerte que lo determina todo en esta historia, su visión es de una sosegada felicidad, casi rebajándose al optimismo.

Entonces, el amor y la muerte, que deberían ser contrarios, pero que tantas veces se presentan como uno solo, le dan vida a esta sutil y bella película, dirigida por un cineasta que sabe hablar de estos temas y recreada con unas imágenes igualmente sencillas pero cargadas de poesía.


Silencio en el Paraíso, de Colbert García

Las oscuras sendas del país

Por: Oswaldo Osorio


Por más que se haya hablado de un tema, abordarlo desde una nueva perspectiva podrá decir algo inédito o ahondar más en él. Esta cinta es sobre el más grande escándalo del gobierno de Colombia de los últimos años. Pero en lugar de encarar de entrada y explícitamente el crimen de estado en cuestión, el relato prefiere sugerir sus horribles consecuencias por vía de la construcción de una historia y unos personajes que le dan un rostro más humano a tal injusticia y crueldad.

Es por eso que esta película, inicialmente, está planteada como una historia sobre la marginalidad: Un barrio periférico de Bogotá, un pobre joven pobre que perifonea publicidad para sostener a su familia y la delincuencia que asfixia a todos con sus extorciones. Entre los truhanes y la falta de oportunidades, todo está servido para que tanto el protagonista como otros jóvenes del barrio sucumban ante la voracidad de un país tan corrupto.

Bueno, pero también está el amor. Un amor concebido en las fronteras opuestas a la guerra sucia que se ejerce a diario en Colombia. Es un amor ingenuo, tímido y romántico. Además, parece ser la única razón que alegra el día, el único motivo para vivir y soñar, hasta para cambiar súbitamente el semblante. Pero esta promesa de amor solo sirve para hacer más dolorosos los acontecimientos que se avecinan.

Con estos elementos, el relato construye un personaje y un universo ricos en detalles, sólidos y que logran que el espectador se identifique fácilmente con ellos. Y justamente es en el conocimiento orgánico y cercano de esta realidad donde se encuentra la novedad en el punto de vista.  El trágico destino final de estos jóvenes y sus familias se mencionó y denunció infinidad de veces, en los medios principalmente. Pero conocerlos de cerca, saber de sus sueños y afectos, eso solo lo consigue el cine con películas como esta.

El componente político y de denuncia en esta cinta solo puede sospecharse hacia el final, cuando estalla dolorosamente ante la cara del espectador, cuando se revela la ignominia de una práctica asesina y corrupta amparada por el Estado. Por lo demás, vemos una emotiva y casi pintoresca historia de amor y sobrevivencia, todo guiado de la mano de un personaje que se antoja tan real como entrañable.

A pesar de algunas inconsistencias (como la forzada relación entre el protagonista y la mujer que contrataba jóvenes), esta cinta tiene la virtud de saber armar un relato que, a partir de situaciones más o menos cotidianas en la vida de un joven que habita un barrio marginal, consigue crear un relato fluido y con una tensión solo insinuada, pero que nunca decae. Porque no hay en esta película furibundos discursos ideológicos, muy a pesar de que termina siendo una devastadora denuncia política.

Con un tratamiento realista en la puesta en escena y la fotografía, y con una cámara que sabe cuándo estar en la soltura del hombro y dónde ubicarse para conseguir un buen encuadre, esta película sigue de principio a fin a un joven que bien puede representar todo lo bueno y lo malo de este país. Lo bueno estuvo siempre en él y lo malo en una de esas oscuras sendas por las que se ha encaminado Colombia.