Rebelión, de José Luis Rugeles

La vida como un cuarto sucio y desordenado

Oswaldo Osorio

Siempre se ha dicho que la salsa es el rock de los latinos. Esto en cuanto su actitud, descarga y pasiones desbordadas. Entonces, guardadas las proporciones, los rock stars latinos son los salseros, con todos sus excesos, ímpetu y vocación autodestructiva. Lo pudimos ver, por ejemplo, con El cantante (Leon Ichaso, 2006), el biopic sobre Héctor Lavoe, y ahora este tópico lo retoma esta historia sobre Joe Arroyo. Aunque decirle historia no es exacto, porque poco argumento hay en ella, pero esa es, justamente, su principal virtud, la de ser una película que va más allá de una historia de vida, porque prefiere ahondar en el espíritu y personalidad de lo que nos propone como un atormentado genio de la música.

Rugeles ya le había dado dos buenas películas al cine colombiano, García (2010) y Alias María (2015), muy distintas entre sí, como lo es esta última comparada con ellas. Pero en las tres mantiene su compromiso con un cine personal y sin concesiones, y con Rebelión (2022) se arriesga aún más, pues toma a un ídolo musical tan querido y conocido en el país y lo aborda desde su faceta más oscura y menos popular. Aquí no está presente esa historia de éxito, fama y del origen de canciones queridísimas por los colombianos y salsómanos del mundo. Para eso está la televisión nacional, diría su director y guionista. Una decisión narrativa que fue más para bien que para mal.

Lo que hace Rugeles es juntar a todas sus mujeres en una sola y su hábitat durante décadas lo sintetiza en unos cuantos cuartos de hotel. Entre la una y los otros, y con la música de por medio, el relato construye un universo sucio y sombrío, cargado de drama, energía creadora y desesperación. Los dos principales recursos que usa para esto es, por un lado, la presencia del actor Jhon Narváez en cada una de las escenas de la película, quien apela a una riqueza de rangos interpretativos que van desde la angustia existencial y el tormento emocional hasta el afloramiento del genio y el éxtasis creativo; de otro lado, está la dirección de arte, que envuelve esos comportamientos y estados de ánimo en unos ambientes caóticos y decadentes, incluso hasta niveles no realistas, o tal vez metafóricos, como aquel derruido lugar donde graban, precisamente, La rebelión.

Solo hay un par de personajes que aparecen en medio de ese delirio y desasosiego: Mary, esa mujer que puede ser cualquiera de sus amores, y su manejador, una suerte de punto medio entre alcahuete y Pepe Grillo, cuya principal función es que el relato no sea un soliloquio, es decir, más que un personaje real o convencional parece una estrategia del guion para propiciar ciertos diálogos y revelar sentimientos y actitudes del Joe, así como para hacer posible algunas situaciones. Entra y sale de escena para lograr su cometido dramatúrgico o el suministro de información necesaria, que no es mucha, porque no se trata de un biopic de trivias. Es un personaje que refuerza el carácter alegórico y conceptual del relato, que prefiere la experiencia sensorial y emotiva, así como la elaboración de ideas en torno al músico y su vida antes que la trillada historia del cantante que transita, en clave de relato aristotélico y de viaje del héroe, esa conocida senda de amores, éxitos y demonios personales.

 

Por la gracia de Dios, de Francois Ozon

Contra la cadena de silencio

Oswaldo Osorio

porlagracia

El abuso de sacerdotes a menores de edad puede ser tan antiguo como la Iglesia católica, pero solo se empieza a hablar públicamente de ello hace unas décadas, y en el cine aún más recientemente. La cadena de silencio se ha empezado a romper en la comunidad, la ley y hasta el mismo Vaticano. Y el cine ha puesto lo suyo con películas de distintas nacionalidades como Las hermanas de La Magdalena (Mullan, 2002), La mala educación (Almodóvar, 2004), El club (Larraín, 2015) o Spotlight (McCarthy, 2016).

Ahora es Francois Ozon quien asume el espinoso tema con el rigor que este requiere. Su prolífica carrera, construida en poco más de dos décadas y compuesta por una veintena de largometrajes y un puñado a menos llenas de cortos, lo ha convertido en uno de los más versátiles cineastas franceses de la actualidad. Porque en su cine hay de todo: historias de amor y desamor, thrillers, musicales y hasta un bebé con alas. En Por la gracia de Dios (Grâce à Dieu) es tal vez la primera vez que aborda un tema que requiere un compromiso relacionado con el contexto social.

Ozon debía dar cuenta de un proceso de cinco años, desde la denuncia inicial hasta los primeros resultados de la causa. Con un tema que podía ser denso y complejo, además lleno de cuestionamientos legales y morales, así como definido más por los diálogos que por la imagen o la acción, el director se enfrentaba a un reto narrativo, el cual supo solucionar hábil e ingeniosamente con una suerte de estructura de relevos entre tres protagonistas.

Primero está Alexandre, quien lo inició todo al denunciar, ante la Iglesia y la ley, al sacerdote que lo abusó treinta años atrás. Pero cuando el personaje y su cruzada se empieza a agotar, así como la eficacia de sus reclamos, entra en escena Francois, entonces el relato se olvida de Alexandre y toma un nuevo tono la narración y un brío mayor el proceso de acusación. Y cuando parecía que no había más que decir, ahora que se había hecho público el caso, de nuevo Ozon mete la tercera marcha con Emmanuel, y devuelve todo el asunto al plano íntimo,  emocional y sicológico.

Son tres fases del relato que permiten que una historia con más de dos horas de duración y tanta información, casi solo suministrada por diálogos, resulte envolvente y reveladora. La combinación de tonos, estados de ánimo, la diversa naturaleza de sus protagonistas y los tres distintos ángulos desde los que se aborda este secular crimen, la convierten en una pieza de cine construida con precisión y una tremenda eficacia en el mensaje que quiere dar, porque sin duda Ozon toma una firme y dura posición ante el caso, que no es anticatólica o anticlerical, sino la misma que cualquiera con algún sentido de humanismo y justicia debería tomar: repudiar tales actos de abuso y romper la cadena de silencio para denunciar y tal vez sanar.