El birrete por la corona

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Este discurso de graduación es una crónica capaz de conmovernos y hacernos reír. Tiene el poder de convocar a más de uno que, en distancias disímiles, se identifica con la vida escolar. Sara logra descripciones muy ajustadas a la realidad con un toque de acidez muy inteligente.


Escucha esta historia en la voz de Javier Alexander Macías, editor de Paz y Derechos Humanos de El Colombiano:


Crédito Sara Rodríguez

Nunca he sido buena exponiendo, mucho menos dando discursos, mi voz se suele entrecortar como si estuviera a punto de explotar, como si quisiera derramar todas las lágrimas que no derramé este año. Sin embargo, debo corresponder a la confianza que me brindaron los profesores al encomendarme este discurso, pero con la suerte de que se me permitió leer lo que escribí.

Espero impaciente en mi silla mientras mis demás compañeros se acomodan donde su nombre está inscrito en el espaldar. Me sudan las manos y, en cuestión de minutos, el rector da una breve introducción:

-Se da paso a la estudiante Sara Rodríguez, quien está a cargo del discurso por parte de la generación 2020. 

Me paro de mi asiento y piso la toga. Avanzo torpemente hacia el frente. “Estas togas están hechas para jirafas”, me decía a mí misma en un ridículo intento por no pensar en el discurso que daré en los siguientes segundos.

Una vez allí, en lo más alto de la tarima, veo a cada uno de mis compañeros a los ojos. “Quizá estas sean las últimas palabras con las que me dirija a ellos”, pienso para mis adentros. Cierro los ojos, respiro profundamente y corro hacia un lado la borla que se encuentra enfrente de mí:

Muy buenas tardes a todos los presentes, me dirijo hacia ustedes con entonado acento: 

Siempre me han gustado los juegos de palabras, suelo describir las cosas a partir de emociones o semejanzas, no directamente. Por ejemplo: el cielo es azul, yo lo diría más bien como “el mar de arriba, cuya calma hace que los algodones blancos se muevan al ritmo del viento, como una danza de jardín”. Eso suena mucho más bonito, aunque el juego de palabras del Covid-19 por el Corona, Coronavirus, no me hace gracia, porque fue el Corona quien nos hizo perder el dinero de la chaqueta de Once porque solo la usamos dos meses, nos separó de nuestros amigos, nos quitó la oportunidad de meternos delante de un niño de Séptimo en la fila de la cafetería, de ser respetados por los demás grados y, sin duda alguna, arruinó el supuesto “mejor año del colegio”.

Todo comenzó, según mi propia vivencia, cuando Nataly, la manicurista de la familia, me estaba arreglando el desastre que dejé después de una dura semana de estudio, pues mis uñas siempre son víctimas de mi ansiedad. Mi mamá estaba recostada en el sofá de la sala y conversábamos sobre el virus que se había dado en China. “Esas cosas solo pasan en el primer mundo” decía Nataly. “¿Te imaginas dónde llegue a Colombia?”, preguntaba mi mamá preocupada, pero yo me decía a mí misma “Nada de eso, este es mi último año, con tanta tecnología de seguro no pasará nada”. Sin embargo, en el fondo y más allá de la luz amarillenta que iluminaba la sala, sabía que todo podía pasar. “Súbele a la tele porfa” le dije a mi mamá ese viernes mientras pensaba en los exámenes finales de la semana, pero un anuncio de las noticias capturó mi atención. En letras negras y con el fondo amarillo, así como una buena noticia de minuto treinta, se vislumbraba el siguiente anuncio: “Noticia de última hora, todas las clases de los colegios del municipio de Medellín quedan suspendidas. Entrarán a cuarentena por el Covid-19”.

Nataly dejó de aplicarme el brillo en las uñas, la última capa para finalizar, y se quedó como una estatua mirando fijamente, cual perro guardián el televisor; mi mamá, se incorporó rápidamente y vi como su cara palidecía como la de un muerto. Fue ahí cuando yo sentí un pitido en los oídos y un profundo vacío en mi estómago, con hambre y náuseas a la vez, comencé a reírme, “bueno, por lo menos me salvé de los finales”, dije. 

Y supongo que toda la transición de colegio presencial a colegio virtual se la saben todos ustedes: distraerse con el celular, tener constantes dolores de cabeza y espalda, desayunar a la primera hora de clase, desviar la cámara del computador al techo, escuchar al inteligente del salón todo el día. Además, los exámenes individuales se convirtieron en exámenes grupales. Pero para ser sincera, mi parte favorita era emplear la redacción a la hora de escribir un correo excusándome de faltar a la clase de educación física: “Cordial saludo profe, soy Sara Rodríguez del grado Once A. Le informo que el día de hoy no podré asistir a su clase debido a que los cólicos menstruales me agobian, de tal forma que me impiden realizar cualquier ejercicio propuesto por usted. Le pido mil disculpas por faltar a una de las clases más entretenidas y útiles para el cuerpo, bien sé lo mucho que usted vela por nuestra salud. Gracias y feliz tarde.” Y así era como la comprensión y altruismo de Fernando, el profesor, jugaban a favor de mi siesta después del almuerzo, y claro, sin cólicos menstruales. 

Levanté lentamente la cabeza y dirigí mi mirada, con una ceja arqueada, hacia los padres de familia: Sí papás, todas estas cosas no las hacía solo yo. Mientras soltaban carcajadas de incredulidad, busqué a Fernando y le dije: ¡perdón por mentirte!, valió la pena cada segundo de sueño extra, sabes que te llevaré en mi corazón siempre. Y Fernando, con los brazos cruzados, bajó la mirada mientras negaba con la cabeza ocultando una pícara risa como diciendo “Sara, esa ya me la sabía, pero gracias por admitirlo”. 

“Cuanto extrañaré esa calva” pensé mientras las carcajadas se apaciguaban. Una vez todos en silencio, retomé: 

Retrocediendo un poco en el tiempo, y recordando el regreso al colegio, yo no pude estar más feliz de volver a ver a mis compañeros ese lunes 21 de septiembre. Ustedes, los padres de familia, dieron el “Sí” al plan piloto de reingreso de los estudiantes del grado Once. Por cierto, ¡gracias! Sin embargo, dejar de ver la sonrisa de mi amigo, percibir la dificultad para escucharlos tras el tapabocas, no compartir la comida y hasta no poder abrazarlos, hacía que hasta a los mismos profesores se les salieran las lágrimas. Sí, al parecer los profesores tienen sentimientos para esto, pero no para subir un 2.9 en su materia. Era como estar en el espacio, cada uno en su propio traje, saltando a la deriva del día a día. El contacto físico, era casi nulo, pero, con cada lunes que pasaba, aprendíamos a ver más allá del casco espacial; unos ojos que cuando se achinaban, significaba alegría; y cuando estaban cristalinos, significaba melancolía. 

El tema de los ICFES fue una sorpresa para todos, siempre creímos que serían virtuales y que gozaríamos con comida, agua e información de internet todo el tiempo, pero no, por el contrario, tuvimos la suerte de viajar al otro lado del mundo, y muchos se preguntarán “¿Pero de qué está hablando esta niña?” Pues sí, resulta que a la generación la distribuyeron por toda el área metropolitana en distintos colegios públicos, algunos afortunados nada más debían ir tres cuadras más abajo de sus casas, pero otros, tuvieron que madrugar a un viaje de 1 hora en carro, y si se perdieron en el camino como yo, habrán contemplado el rostro lleno de furia de la señora que nos recibía en la entrada del colegio por haber llegado tarde. No hubo remate, como era de esperarse, las discotecas estaban vacías y las fincas desoladas, como pueblos abandonados pero, los domiciliarios de pizza, hamburguesa y cualquier otro tipo de comida chatarra que pudiera apaciguar el cansancio mental, tuvieron una tarde ajetreada yendo a las casas de aquellos estudiantes de Once que, para reemplazar un cóctel, pidieron un combo con papas o una extragrande familiar. 

Los días finales se acercaban cada vez más, el reloj del tiempo se aceleraba con el paso de los días. “¡No puedo creer que en serio mi graduación vaya a ser por Zoom!“ “¿Qué pasará si se me va el internet?”; estas y más preguntas me hacía por las noches mientras miraba, débilmente por el sueño, la chaqueta colgada en el perchero de mi habitación, pensar en ella me recuerda al día de la familia en que todos los estudiantes del grado Décimo, uniformados con camisas verde limón, atendían a las familias. Recuerdo que estaba soleado y cada uno dispuesto en lo que le tocó: algunos cocinaban, otros con moños negros en el cuello servían de meseros, las mujeres con sus delantales manchados de pintacaritas, esmalte de uñas y probablemente con alguno que otro piojo enredado en sus cepillos. Ese día trabajamos como hormigas. La casa embrujada funcionó de maravilla, toda decorada con máscaras de la purga, música aterradora para ambientar y paredes improvisadas hechas de tubo de PVC con un mantel negro. En mi caso, era la encargada de servir las gaseosas, pero terminé calentando salchichas para los perros, exprimiendo naranjas para el puesto de jugos y poniendo papel globo rosado y cintas plateadas para decorar las anchetas de las rifas. El dinero que recaudamos lo invertimos en la prenda más importante de Once: la chaqueta. Es una lástima que no pueda ser heredada porque por lo menos la mía, está en perfecto estado. 

A pesar de todo,  aquí estamos. A ustedes, padres de familia y profesores, les debemos nuestro más sincero agradecimiento por abrir este espacio que, aunque sea en un coliseo abierto, cada uno separado a dos metros del otro, y con sus sonrisas ocultas tras el tapabocas, nos dieron la oportunidad de vivir una graduación: la despedida final de la generación que marcó un antes y un después en el resto de las generaciones que fueron y que vendrán. 

Al profesor de Artes, le felicito por los listones morados, blancos y azules que disimulan casi a la perfección la cancha de básquet, los moños detrás del asiento de cada uno, y el suelo con ese hermoso tapete rojo que pasa por toda la mitad de las líneas que delimitan la cancha de fútbol. 

A los profesores de matemáticas y estadística, les doy las gracias por crear una serie de columnas y filas, como un sudoku, donde toda la generación pudo reunirse, las 81 personas que me acompañaron a lo largo de estos años. 

A mi profesora de español, le doy las gracias por darme la confianza de redactar este discurso que, espero, así sea un pedacito, les haya llegado al corazón. Además de que hayan prestado atención y no se hayan dormido como Mateo. ¡Levántate, Mateo! Él se incorporó rápidamente y pude ver cómo sus mejillas regordetas y pecosas comenzaban a tornarse de rojo mientras todos se reían. 

Para el párrafo final, mientras todo quedaba en silencio otra vez, me erguí y tomé una postura más seria, como un político dirigiéndose a su pueblo y continué: 

Somos una generación increíble, levantemos esas caras largas y pongámonos la corona que nos merecemos porque, sin duda, el estar aquí presentes cada uno con sus togas y birretes azules, nos muestra lo fuertes que fuimos durante todo este año y lo fuertes que seremos ante las adversidades que nos llegarán en el futuro. 

Para mis compañeros de viaje, la generación 2020, gracias y un abrazo telepático.

1 comment

  1. FABIAN USUGA CANO   •  

    Que bonito, Sara. Cada letra me hizo volar a tus momentos. Felicitaciones.

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