Sintió pena por aquel hombre que, aparte de las incomodidades propias de una cárcel de alta seguridad, debía sufrir el asedio de los demás por su condición de homosexual y ahora le pedía ayuda para cambiar de patio. “Será un criminal, pero después de todo era muy educado, saludaba y se portaba bien”, cuenta el guardián del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, Inpec, Víctor José Silva*, quien en vista de su insistencia, intercedió para reubicarlo.
Algunos días después, más concretamente el pasado domingo 20 de julio, mientras descansaba en su casa de Valledupar y canaleaba para encontrar el sueño, se topó con la historia de la búsqueda del violador y asesino del niño Marco Parrado, de 13 años, ocurrido en 2008 en Arbeláez, Cundinamarca.
Tras describir la sevicia con la que este niño fue abusado y estrangulado, para luego ser abandonado en el monte, el narrador nombró al autor del crimen: Juan Carlos Mayorga, el mismo hombre “educado” del que se había compadecido.
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La sorpresa habría sido mayúscula para cualquiera. No para Víctor. De hecho, ni siquiera cambió de posición en la cama para asegurarse de haber escuchado bien. Para este dragoneante, que lleva cuatro años trabajando en la Cárcel de Alta Seguridad de Valledupar, es un recordatorio de cómo funciona la realidad dentro de los muros que albergan a algunos de los criminales más vilipendiados de la historia de este país, como Luis Alfredo Garavito, Rafael Uribe Noguera, Levith Rúa Rodríguez, apodado “la bestia del matadero” y Manuel Octavio Bermúdez, el “monstruo de los cañaduzales”. Todos condenados por violación y asesinato de menores de edad.
El último en llegar a este patio de infames reclusos es Adolfo Arrieta García, quien confesó el asesinato de la niña Génesis Rúa de nueve años en Fundación, Magdalena, en el último caso de violencia contra menores de edad que indignó al país.
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Esta cárcel a la que los lugareños llaman coloquialmente La Tramacúa -que significa “grande” en la idiosincrasia de la región-, se ha convertido en un símbolo de lo que rechaza la sociedad por el prontuario de sus inquilinos. Tan solo en el que llaman el “pabellón del terror”, donde se encuentran Garavito y compañía, los guardianes que tienen turno han tomado como pasatiempo sumar condenas y víctimas de sus inquilinos. La cuenta va en 700 años de condenas y casi 300 muertos, cuenta Silva, y no ha contado las de los próximos en llegar: Fredy Valencia, el llamado “asesino de Monserrate” y Juan Carlos Sánchez, “el lobo feroz”, capturado en Venezuela y acusado de abusar de 271 niños en Colombia, que fue extraditado el 14 de septiembre pasado.
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A pesar de todo, adentro la cuenta de asesinatos es un factor insignificante. Así lo explica Víctor, quien se esfuerza por no ser malinterpretado: “Yo veo a ese preso como un ser humano, porque ese es mi trabajo. Nosotros los guardianes somos como la Policía de ese pequeño pueblo de criminales que es La Tramacúa. Ahí adentro pasamos tanto o más tiempo que afuera”.
Para sustentar esa filosofía que tiene todo el personal del Inpec, existe una especie de mantra: “Aquí entra el hombre mas no el delito”. El mensaje se encuentra pintado en letras de molde en la entrada a los pabellones y para llegar a verlo, se tiene que haber sido engullido por la prisión, empezar a sentir el bochorno de los 37 grados de temperatura condensada por el hormigón, percibir el olor a almizcle concentrado de una cárcel donde hay menos de tres horas de agua al día y escuchar el murmullo de los internos.
Tal naturalidad tampoco es normal, admite. La normalización de esas conductas, las cargas de estrés que manejan de por sí los guardianes de prisión y el peso de la cotidianidad ha causado efectos en las mentes de quienes se encargan de cuidar a los presos de La Tramacúa. Adentro se dice que por lo menos 10 de los casi 80 dragoneantes han empezado a desarrollar alguna enfermedad mental.
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Vivir y convivir
“Lo que la gente piensa en la calle es la verdad: que La Tramacúa tiene los delincuentes más peligrosos del país”, retoma la historia Silva, tras callar unos segundos mientras hacía memoria sobre quienes han ocupado el patio “del terror”.
Además de los mencionados antes, actualmente están allí otros nombres que han indignado a la sociedad: Javier Velasco, convicto asesino de Rosa Elvira Cely; Orlando Pelayo Rincón, asesino de su hijo Luis Santiago, de once meses; Luis Gregorio Ramírez, el llamado “monstruo de la soga” y Cristian Camilo Bellón, presunto autor del atentado a la estación de policía de Barranquilla, en enero pasado.
Las dinámicas en ese pabellón son tan estándares que allí la noción de la bondad y la maldad se altera. Quién tiene turno, está adentro sin más compañía que una silla que se ubica en la mitad del corredor, entre las dos hileras de celdas. El silencio impera y solo se rompe cuando alguno necesita algo. Hombres como Garavito pasan las horas leyendo la Biblia y regando las plantas que tiene en su celda.
“Ese es un mundo en el que no pasan las horas. Es un infierno, que para muchos de ellos es un paraíso, porque saben que no van a ser agredidos”, agrega Silva.
Esto es importante para este tipo de reclusos. En julio pasado, Levith Rua, el expolicía conocido como “la bestia del Matadero” por la forma cruel como violó y asesinó a una estudiante del Sena, fue trasladado al hospital Rosario Pumarejo de Valledupar con heridas posiblemente causadas por una violación.
Los guardianes saben que su trabajo allí es monótono, pero que en un descuido, pueden atentar contra alguno de los miembros de ese corredor.
Pero además, para Silva, los turnos de 24 horas de guardia hacen que la convivencia llegue a tal punto que otros guardianes adopten formas y comportamientos propios de la población a la que cuidan.
“Usted ve que entran muchachos sencillos y a los cuatro años ya tienen tatuajes, están consumiendo drogas -hay mucha guardia en eso y no lo voy a negar-, bebiendo alcohol y manejan un vocabulario de delincuente”, relata y agrega con crudeza que “yo tengo dos casas, se cual es mi rutina en la una y en la otra. Para mi, ver al ladrón, al homicida y al violador es normal”.
No obstante, admite que este pabellón especial no le genera el temor que le infunden algunos jefes de bandas criminales y organizaciones armadas que se encuentran allí purgando penas. “Todavía manejan eso (negocios ilegales) desde adentro y no es ningún secreto. Genera temor, porque con una llamada silencian al que quieren”, relata.
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El cúmulo de estrés, a su juicio, hace que varios funcionarios del Inpec hayan empezado a desarrollar comportamientos agresivos. “Eso pasa por el miedo. Yo tengo miedo, a decir verdad. Todos los días puede ser el último día y soy consciente de eso. Los que están acá en cualquier momento se ponen de acuerdo y se toman esta cárcel”, dice.
Cárcel atípica
La Tramacúa es una de las cinco cárceles de alta seguridad del país y un caso atípico. Para empezar, no adolece del mal más común de todo el sistema penitenciario: el hacinamiento. La prisión tiene capacidad para 1.632 reclusos y actualmente tiene 1.442, según los datos de agosto del Inpec.
Tampoco tiene el segundo mal más común, que es la población de sindicados. Por el nivel de peligrosidad y el tipo de reclusión, la mayoría de quienes pagan sus penas en Valledupar son condenados. De los 1.442 reos, 1.166 de ellos ya tienen su condena en firme y 276 esperan resolver su situación judicial.
Desde que fue construida en el 2000, con 25 mil millones de pesos del Plan Colombia firmado en el gobierno de Andrés Pastrana, este presidio siempre ha estado orientado a albergar criminales de máxima peligrosidad, sin embargo, quienes habitan sus celdas piden no olvidar también que son humanos.
En su diseño participó el Buró Federal de Prisiones (BOP) de los Estados Unidos, que incluyeron muros gruesos para contener tanto el calor sofocante como la explosión de un cohete tipo bazuca.
“Aquí el tiempo no pasa”, dice Fabián Ramírez, un recluso de La Tramacúa que prefiere omitir el por qué terminó allí encarcelado. Recalca que “la cárcel se hizo para reprimir. Mientras usted se sienta en un lugar así, nunca va a cambiar así quiera”.
Ramírez accede a hablar con EL COLOMBIANO por cuenta de una huelga vivida hace casi un mes para protestar por lo que consideran una falta de condiciones dignas para pasar su condena. Admite que “la gente de aquí no sale arrepentida, sino con odio. Eso pasa cuando uno sabe que nunca va a poder hacer algo útil con su tiempo”.
El 20 de julio, mientras Silva veía televisión, los reclusos levantaron una huelga de hambre de 10 días, tras alcanzar algunos acuerdos con el Inpec. Asuntos simples: poder usar relojes de pared y pulsera, tener más de dos horas diarias de agua, instalar ventiladores, usar jabón en polvo, y dar sopa en la cena.
Ramírez sabe que sobre los presos del país y especialmente los de Valledupar, recae una concepción tan negativa, que la gente podría pensar que no tienen derecho ni a las más básicas concesiones, sin embargo, recuerda que siguen siendo sujetos con derechos.
“Aquí abunda la monotonía. ¿Deportes, tejer, televisión?, es poco lo que se puede hacer por el espacio y la temperatura no deja hacer nada. Toca mantenerse arrinconado en la sombra porque el calor llega a los 42 grados y con patios descubiertos”, recalca y agrega irónico que “por eso se aguantó hambre por un ventilador”.
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Existe el riesgo
Frente a los hechos denunciados, EL COLOMBIANO consultó al sociólogo y docente universitario Rodrigo Santofimio al respecto quien dijo que: “Cada persona pertenece a su entorno social y más en ese caso. Entonces los ambientes homogéneos y casi cohesivos hacen imposible que las personas logren sustraerse de ese tipo de situaciones”.
Agregó que “si ellos quedan en situaciones casi de enclaustramiento, es más complicado que no se reproduzcan estos comportamientos”.
Por otra parte, Santofimio agregó que el estrés suma otro problema a la ecuación. “El estrés es contagioso, es una patología personal y es evidente que el entorno no ofrece otras opciones, lo que hace que quienes participen de las situaciones de guardia, copien estas conductas” .