En una lánguida fila india, con las muñecas esposadas y bajo la mirada penetrante de los agentes de Interpol, desfilaron de uno en uno nueve extraditables solicitados por las cortes de EE.UU. Sucedió el pasado 31 de octubre en el aeropuerto de Bogotá, donde un avión de la agencia U.S. Marshals Service los esperaba para partir hacia sus eventuales condenas.
Entre los desdichados iba Luis Frank Tello Candelo, alias “el Negro Frank”, señalado de coordinar una ruta de narcotráfico marítimo y aéreo que atraviesa Colombia, Venezuela, Honduras y México. Estuvo preso en 1996, pero salió a los tres años por vencimiento de términos, cuando su expediente desapareció de la base de datos del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS).
En ese tiempo era lugarteniente de Daniel “el Loco” Barrera, cabecilla de una naciente organización con ínfulas transnacionales, que a futuro sería conocida como la Junta Directiva del Narcotráfico.
Luego lo arrestaron en 2010 en Venezuela, junto a su cónyuge Gloria Rojas Valencia, señalados de fungir como enlaces en Suramérica del cartel mexicano “los Zetas”.Ambos fueron extraditados y procesados por la Corte del Distrito Sur de Nueva York, y cinco años después regresaron a Colombia.
“El Negro Frank” volvió a las andadas, y entre 2018 y 2021 coordinó más despachos de droga por la misma ruta, por lo que la Corte del Distrito Sur de Florida le abrió un nuevo expediente. La Dijín lo recapturó en 2023, y desde entonces estaba a la espera de su segunda extradición en la cárcel La Picota, la cual se materializó cuando abordó ese avión hace una semana.
A pesar de semejante prontuario, Tello era prácticamente desconocido para la opinión pública. A diferencia de otros capos, su rostro nunca apareció en el cartel de los más buscados, ni le asignaron estrafalarias recompensas en su contra, ni salió en revistas de chismes relacionado con actrices.
Tampoco fue mencionado su nombre en masacres o atentados sicariales, pese a moverse en el sórdido mundo de la mafia. ¿La razón? “El Negro Frank”, a sus 63 años, hace parte de esa generación de delincuentes denominados “narcos invisibles”, los cuales pululan en la actualidad, cuando el negocio de la cocaína alcanzó rendimientos históricos.
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Pero no es el único espécimen “raro” que ha salido a flote recientemente, en el vasto paisaje del crimen organizado.
“Invisibles” y “baby narcos”
El mismo día en que Tello era extraditado por segunda ocasión, la Fiscalía de México anunciaba las capturas de 16 personas implicadas en los brutales asesinatos de dos músicos colombianos, Byron Sánchez (B-King) y Jorge Herrera (DJ Regio Clown), cuyos restos desmembrados fueron encontrados el pasado 17 de septiembre en el municipio de Cocotitlán, Estado de México.
Como móvil del crimen, el ente acusador expuso que “los actos investigativos realizados hasta el momento vinculan la muerte de ambas víctimas con un entorno delictivo de distribución y comercialización de narcóticos, en particular los conocidos como ‘tuci’ y ‘coco channel’”.
La hipótesis es que los colombianos fueron acusados, por un narco apodado “Pantera”, de vender drogas sin autorización en su territorio. Aunque B-King y DJ Regio Clown no tenían investigaciones penales en su contra, en México la sospecha de un capo es una sentencia de muerte.
La Fiscalía presume que Herrera era un joven que usaba su carrera musical como fachada para la venta de tuci en conciertos, que era, ni más ni menos, un “baby narco”.
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Esta denominación, acuñada por la Policía colombiana, también aplica a un caso registrado a principios del año, cuyo protagonista fue Juan Pablo Leal Velásquez, un muchacho de 27 años conocido en el bajo mundo de Medellín como “Pablito Tuci”, considerado uno de los principales distribuidores de drogas sintéticas en el Valle de Aburrá.
En el barrio Santa Cruz, de estrato bajo, mandó a construir una pequeña mansión de $4.000 millones, con jacuzzi y pasadizos secretos, donde hacía rumbas con DJ, influencers, modelos y traquetos. En una de ellas, el pasado 17 de febrero, fue asesinado su socio Cristian Tobón, originando una balacera de la cual “Pablito Tuci” logró escapar.
La muerte lo persiguió hasta un condominio del municipio de Calima Darién, en Valle, donde el 11 de marzo siguiente fue acribillado por sicarios.
A diferencia de los “narcos invisibles”, los “baby narcos” no son veteranos de perfil anónimo, sino jóvenes extravagantes que se precian de pertenecer a la farándula de la mafia, con un estilo de vida llamativo y jolgorioso. Usan conciertos y “after parties” para distribuir narcóticos y exponer sus lujos en las redes sociales.
“Los ‘invisibles’ decidieron modificar sus comportamientos, buscando ocultar su identidad y generar un total desconocimiento del responsable de los cargamentos de estupefacientes. Su suspicacia, su experiencia, sus relaciones personales y alcances criminales, los hacen difíciles de detectar.
En cambio, los ‘baby narcos’ destinan gran parte de su dinero en opulencias, que van desde su manera de vestir, hasta los lugares donde residen; sus relaciones interpersonales son públicas y ser festivos es una de sus debilidades”, le explicó a EL COLOMBIANO el coronel (r) Marco Pulido, exoficial de la Dirección Antinarcóticos de la Policía y analista de criminalidad.
Felipe Botero, jefe de la Oficina Regional Andina de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, relató que “hoy tenemos un fenómeno de fraccionamiento del modelo de narcotráfico, ya no hay grandes grupos jerárquicos como el cartel de Medellín, sino más pequeños y especializados en roles específicos del negocio, que cooperan entre sí”.
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En consecuencia, “esto permite el ascenso de jóvenes que provienen de bandas locales, quienes pasan a tener responsabilidades en la red transnacional y se enriquecen muy rápido. Durante un trabajo de campo en el norte de Cauca, por ejemplo, encontramos muchachos de 16 años que ya estaban involucrados y tenían ingresos altísimos”, acotó el experto, refiriéndose a los “baby narcos”.
Generaciones del narcotráfico
En los últimos 50 años de historia del crimen en Colombia, es posible identificar cuatro etapas del negocio del tráfico de cocaína, cada una con unos representantes conocidos y características particulares.
La primera generación se forjó en los 80, con los grandes carteles de Medellín y Cali, los cuales ejercían el monopolio global de la distribución del narcótico. Estas estructuras funcionaban como conglomerados empresariales, formados por varias compañías y una especie de junta de directiva con presidente ejecutivo.
Conformaron ejércitos de sicarios, instruyendo a grupos de operaciones especiales (para secuestros, masacres y carrobombas) y contratando a las bandas barriales para sus “vueltas” urbanas. Buscaron incidir en las instituciones del Estado, corrompiendo funcionarios en todas las ramas del poder, mediante la oferta de sobornos e intimidaciones, y asesinando a los servidores públicos que los combatían.
La matanzas que desató el cartel de Medellín para suprimir las normas de extradición, por ejemplo, generaron un nuevo concepto en el extenso diccionario de la violencia en Colombia: el narcoterrorismo.
Aunque la precursora de esta generación fue Griselda Blanco (“la Madrina”), la primera en establecer una ruta de exportación de cocaína hacia el exterior y controlar la distribución en varias ciudades de EE.UU., sus máximos exponentes fueron Pablo Escobar Gaviria, Gonzalo Rodríguez Gacha y los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela. De ellos, solo este último está vivo, purgando sus crímenes en una cárcel de Estados Unidos, a sus 82 años de edad.
El comportamiento estrafalario y los lujos excesivos que derrocharon ellos y sus lugartenientes, sentaron las bases de la “cultura traqueta”, que ha influenciado a miles de jóvenes desde entonces.
La segunda generación se estableció en los 90, cuando los grupos armados como las Farc y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), asumieron un rol protagónico en el entramado. Antes, su acción se limitaba al cobro de “impuestos de gramaje” a los capos, por permitirles procesar y transportar la droga en sus territorios, o a establecer convenios de cooperación a cambio de dinero, ejecutando tareas de escolta, atentados y vigilancia de laboratorios clandestinos.
Pero con la caída de los grandes carteles, los guerrilleros y paramilitares tomaron las riendas, no solo para financiar sus respectivas causas, sino para abastecer un mercado internacional que cada vez más demandaba la cocaína.
A diferencia de los narcos de la primera generación, estos no solo tenían interés en los réditos económicos, sino en el control de territorios rurales y sus respectivas comunidades, para asegurar monopolios de cultivo de coca.
Incorporaron otras rentas, El Estado Mayor Central, la Segunda Marquetalia, el Clan del Golfo, “los Rastrojos”, “la Oficina”, “los Pachenca” y “los Paisas”.
Estos grupos operan como confederaciones, que incluyen narcos que manejan las finanzas, pero también un aparato militar para el dominio territorial.
Ya no se dedicaron al monopolio, sino a establecer sociedades con mafias extranjeras que se encargaran de la distribución global del narcótico, lo que facilitó el ingreso a Colombia de delegados de grupos mexicanos, italianos, balcánicos, marroquíes y ecuatorianos, entre otros.
Invirtieron grandes sumas de dinero en negocios legales, perfeccionando las dinámicas de lavado de activos, hasta colonizar mercados de criptomonedas y contrabando de mercancía. Algunos de sus representantes son Dairo Úsuga (“Otoniel”), Néstor Vera (“Iván Mordisco”), Javier y Luis Calle Serna (“los Comba”) y Maximiliano Bonilla (“Valenciano”), entre otros.
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La cuarta generación se caracteriza por una democratización total del narcotráfico de cocaína, para surtir una demanda mundial de 25 millones de consumidores (según la ONU), con la entrada en escena de grupos independientes y sigilosos, que no están inscritos en ninguno de los carteles conocidos, pero que tienen la capacidad asociativa para despachar decenas de toneladas al exterior.
No les interesa el control de zona rurales ni desafiar al Estado, sino más bien camuflarse en la sociedad. “Son pequeñas estructuras que tercerizan muchos procesos, usan nuevas tecnologías y están altamente conectadas con compradores extranjeros”, dijo Ana María Rueda, coordinadora de Drogas de la Fundación Ideas para la Paz (FIP).
Fue durante la transición de la tercera a la cuarta generación, que aparecieron en escena “los invisibles” y los “baby narcos”, como una nueva forma de interpretar el poder criminal, delegando en otros el ejercicio de la violencia para concentrarse en maximizar las ganancias.
En la actualidad conviven los narcos de varias generaciones, peleando y asociándose entre sí, según la conveniencia. Hay unos de segunda generación, como Luciano Marín (“Iván Márquez”), exmiembro del Secretariado de las Farc; de tercera, como Jobanis Ávila (“Chiquito Malo”), del Clan del Golfo; y de la cuarta, como el fallecido “Pablito Tuci”.A todos parece esperarles un oscuro final, en una bolsa para cadáver o un indeseado vuelo hacia una corte extranjera.