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Cuando los pájaros no cantaban: los testimonios del conflicto recopilados por la Comisión de la Verdad

EL COLOMBIANO entregará diariamente los relatos que componen “Cuando los pájaros no cantaban”, capítulo testimonial del informe final de la Comisión de la Verdad.

  • La Comisión de la Verdad recogió cerca de 28.000 relatos de víctimas para construir el Informe Final entregado este martes 28 de junio. FOTO: COLPRENSA
    La Comisión de la Verdad recogió cerca de 28.000 relatos de víctimas para construir el Informe Final entregado este martes 28 de junio. FOTO: COLPRENSA
29 de junio de 2022
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“Papi, no te lleves esa bicicleta”, es el relato inicial del capítulo testimonial del Informe Final de la Comisión de la Verdad. Narra la angustia de una madre que sale a buscar a su hijo de 11 años en medio de una toma paramilitar al pueblo. Los relatos de las madres, los padres, abuelos, niños, soldados, mujeres, vecinos, guerrilleros, hombres, campesinos y todos los que vivieron los embates del conflicto se reproducen en un texto de 515 páginas.

“Un cuerpo que no puede sobrevivir con el corazón infartado en Chocó, los brazos gangrenados en Arauca, las piernas destruidas en Mapirimpán, la cabeza cortada en El Salado, la vagina vulnerada en Tierralta, las cuencas de los ojos vacías en el Cauca, el estómago reventado en Tumaco, las vértebras trituradas en Guaviare, los hombros despedazados en el Urabá, el cuello degollado en el Catatumbo, el rostro quemado en Machuca, los pulmones perforados en Antioquia y el alma indígena arrasada en el Vaupés”, fueron las palabras de Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad durante el evento de entrega del Informe Final el pasado martes.

EL COLOMBIANO entregará a sus lectores, diariamente, los testimonios que componen “Cuando los pájaros no cantaban”, el informe testimonial de la Comisión de la Verdad. Los textos están escritos tal cual lo narraron sus protagonistas.

Un día de estos va a cambiar la vida

El hijo mío era el que vivía conmigo. Él tenía diecisiete añitos. Para donde yo me lo llevaba, él se iba. Adoraba la montaña y nos fuimos para una vereda. Estuvimos viviendo en La Francia, que es donde principia la carretera para ir al corregimiento de Los Medios.

Vereda más pobre que La Francia, acá en Sonsón, no hay. Esa vereda toda la vida ha sido mala para el empleo. A mi hijo le resultaba trabajo de pronto en el relleno sanitario. También al esposo mío. A veces les daban días, semanas, o dos meses de trabajo. Sinceramente pasamos tan mal, que hoy en día no sé cómo estoy viva.

Una vez el hijo mío se paró en la chambrana, lo veía muy pensativo. “¿Qué tiene?, ¿un desengaño amoroso? Mijo, vea tenga confianza en mí. Usted sabe cómo lo quiero, cuénteme sus cosas”. “Yo lo Único que le digo, ma’, es una cosa: no soy capaz de verla a usted y a mis hermanas con hambre. Un día de estos va cambiar la vida. No me aguanto más tanta injusticia. Ma’, así a mí me cueste la vida”, le pegó a la pared, eso se hundió. Yo lo abracé.

Él dijo eso porque una vez me enceguecí, perdí la visión por el hambre. Otra vez no había nada, ni aguapanela ni nada. Él se fue con la niña más pequeña y trajo panela y chocolate de donde la amiga mía. Él mismo hizo el chocolate. Se fue y pidió unos plátanos verdes y los hizo así, en pedacitos. Se puso a hacer patacones y le quedaron lo más de bueno. Echamos chocolate.

Luego él se perdió y vino como a las nueve de la noche con una gallina. “¿Usted de dónde sacó esa gallina?”. “Me la robé”. “Ay, mijo”. “Ama, no llore por eso. No llore que eso no es nada pa lo que yo pienso, pa lo que yo llevo por dentro. Cómase ese caldito. Vea, tranquila que no hay ningún peligro. Fui y me la saqué de por allá de un solar, y yo la voy a arreglar›”. Nos comimos eso tarde. Y bueno, ya al otro día sí le dije “mijo, dígame de dónde sacó la gallina”.

Y ya seguimos así: sufra, sufra, sufra. Ya no les daban empleo, ya el municipio les pagaba por ahí cada tres meses. Nos fuimos pa otra finquita que resultó más retiradita. Él se venía para el pueblo y se ponía a tomar los sábados y llegaba los domingos por la mañana. Él me llevaba huevos, me llevaba parva, plátano. Me llevaba mercadito, cositas así. Me decía “vea, ma’, ahí nos vamos bandeando. Tenga”. “¿Quién le dio, mijo?”. “No, los amigos, ma’. Es que tengo unos amigos muy queridos”, yo le creí.

Él bebía todos los sábados. Bajaba de ocho a ocho y media de la mañana. Pero llegaron las ocho, las nueve, las diez, las once y nada que bajaba al pueblo. Yo le dije a mi esposo “mijo, John Jairo no ha venido”. “Ve y yo esta mañana sentí que entró, le sonaron las llaves”. “No, eso fue que le pareció”. “No, yo lo sentí, mija”. “Eso fue que tuvo algún problema y está en el comando detenido”.

Cuando me estaba arreglando para irlo a buscar venía otro carro, otra chiva. Mi hijo llegó, se bajó ahí en la calle. Yo me alegré toda. Salí, lo miré de lejos. Le vi los ojos grises, le dije “¿John Jairo, usted por qué trae esos ojos así?”. “¿Cómo?”, me contestó, se fue acercando. Se puede decir que estaba vivo, pero ya estaba muerto.

Me acuerdo que él puso una ventica de gaseosa y cigarrillos en la casita. Cuando se bajaron tres tipos, quien sabe quiénes eran esos señores. Él se entró pa dentro. Ellos me dijeron “nosotros no venimos a comprar. ¿Cuántos viven acá?”. “Vivimos el esposo, dos niñas y el hijo mío”. “¿Y el pelao? ¡Dónde está? Llámelo”.

Yo lo llamaba y John Jairo me hacía así como que no. Le volví a decir. Entonces uno de ellos se asomó y le dijo “venga, pelao, venga, venga”. John Jairo salió. Le dieron la mano y todo. “Tenemos que hablar con usted”.

A mí me dio una cosa ahí mismo como madre. Me dio unos nervios, como una cosa, un miedo aquí. “¿Y por qué no le preguntan aquí lo que le tiene que preguntar?”. “No, madre. Lo tenemos que llevar porque es que el patrón de nosotros va a hablar con él. Lo vamos a interrogar. Tranquila que a él no le va a pasar nada”.

Mi hijo le contestó a ese tipo “vea, es muy sencillo, hermano. Ustedes me van a matar a mí, pero me tienen que matar aquí porque yo no los voy a seguir pa ninguna parte”. “Vea, pelao, no se rebele que es peor. Pa no tenerlo que amarrar”. Cuando dijeron eso yo entendí: “A John Jairo lo van matar. Me lo van a matar”. Lo abracé delante de ellos y me puse a llorar. Le dije “venga, mi amor, venga”. Él le dijo a los tipos “¿me dan permiso de entrar por una cachucha?”. “Hágale pues, pero no se demore”. Mi hijo se entró pa dentro, me agarró, me abrazó. Me dijo “ma’, me van a matar, ¿cierto?. “No, no diga eso”. “No, no. Tranquila, ma’. Quédese tranquila. Quédese tranquila que yo vengo”. Entonces ya salió. Abrazó a la niña pequeña, la quería mucho. La hermanita. La abrazó y me dijo “ma’, le voy a pedir un favor muy grande. Prométame que si yo me demoro pa volver, usted va a cuidar la niña como yo la cuidaba y la va a querer”. “Claro, ¿cómo no la voy a querer?”. “Váyase tranquilo”. “JÚremelo”, y me hizo jurar.

Las niñas salieron detrás de él. La niña pequeña, le decía “aio, aio, aio”, y se aferró. Él le dijo “suélteme, madre, suélteme”, y la niña más se le aferraba. Como una garrapata. Y salieron entonces de por allá, yo me fui detrás de él. Le dije a los tipos “vea, ¿sabe qué? ustedes se lo van a llevar, pero yo me voy con él hasta las últimas consecuencias ¡Me voy con él!”. “No, madre, es que él va a venir. Quédese tranquila”. Como ellos vieron que yo lo quería tanto a él, lo quería tanto, entonces como que le dijeron “dígale a su mamá que se devuelva”. Él se voltió y me dijo: “Amá, ¿usted me quiere a mí?”. “Horrible”. “¿Entonces me va a hacer caso en una cosa que le voy a pedir?”. “Sí”. “Devuélvase. Devuélvase, ma’. Deme la bendición. La Última”. Era la Última. Yo le eché la bendición. Él se arrodilló un poquito y se la eché.

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