viernes
7 y 9
7 y 9
A la cuarta mañana después del éxodo, la anciana Hermilda Sabugara no quiso levantarse de la manta tendida en el piso en el que dormía. Llevaba tres noches con sus tres días sumida en un silencio asustador, con la mirada pérdida en el techo blanquecino de un aula que se cae a pedazos, y con una tristeza que ni siquiera pudo sacar con ramas su hija Graciela, quien buscó exorcizar el mutismo de su progenitora.
Hermilda, una mujer de 87 años de edad acostumbrada a lidiar desde las 4 de la madrugada con las faenas culinarias de su resguardo, dejó esperando a sus compañeras indígenas en la improvisada cocina comunal en la que algunas fritaban el desayuno en una paila gigante: una arepa de maíz amarillo cocido a la que llaman masa; también dejó plantadas a las que escogían las viudas para el almuerzo, un pececillo que llegan del mar al río del resguardo, y es tan pequeño y transparente, que parece una navajita afilada que luego mezclan con el arroz.
Las indígenas que vieron a Hermilda sumirse en ese silencio en la primera noche del destierro, dicen que su mirada se perdió tanto que parecía la del demonio escondido entre pastizales, pero otras le vieron un halo de santidad al quedarse quieta, en el piso, con las manos en el pecho y sin movimiento alguno. La anciana nunca había visto pasar la bota militar por su resguardo ni escuchado el tronar de los fusiles, por eso salió despavorida junto a 905 indígenas Embera Dobidá el pasado 3 de diciembre, cuando cuatro hombres armados con fusiles, pantalones militares y rostros tapados con pasamontañas llegaron a las casas de madera y techos de zinc, eternit y paja.
Se identificaron como integrantes de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AUC) y se llevaron al líder comunero Miguel Tapi Rito, de 60 años de edad. Lo encontraron horas más tarde decapitado a orillas del río que atraviesa la comunidad indígena de El Brazo, en Bahía Solano, Chocó.
“Él se perdió unas horas. Uno de los muchachos que venía por el río vio el cuerpo tirado y se acercó. Le cortaron la cabeza, una oreja y la lengua. ¿Quién se queda así?”, dice uno de los comuneros que pasa las noches con su familia refugiados en el colegio Santa Teresita, corregimiento El Valle, a 45 minutos de Ciudad Mutis, cabecera municipal de Bahía Solano.
Hoy, un mes después del asesinato de Miguel Tapi, y de salir huyendo de sus territorios, los 906 indígenas permanecen en el colegio; y hoy, un mes después de su desplazamiento, Hermilda, la indígena sabia a la que todos consultan no habla, no es la misma.
Un territorio violentado
El resguardo del que salió Hermilda junto a 66 familias de la comunidad El Brazo, 45 de Boro Boro, 26 de bacuru Purrú y 62 de Poza Mansa está sobre una colina de la que se divisa un río marrón. La mayoría de las casas están construidas sobre estacones de madera para evitar las inundaciones, y los senderos de barro, algunos ya desdibujados por la maleza, llevan a las casas con tal precisión que ni los perros se salen del camino.
Se llama Río Valle, y a simple vista está rodeado de una selva espesa que en las noches permite escuchar el ronroneo del tigrillo buscando su preza para cazar. En los alrededores se ven las plantaciones de plátano, palmeras, árboles frutales y otras ramas como la rastrera con la que los embera hacen bebedizos para quitar el insomnio. Son tan potentes, “que dormirían hasta un caballo”, dicen.
Sorelio, el gobernador indígena, explica que en sus territorios no tienen cultivos de uso ilícito, por eso no entienden la amenaza de los hombres que sembraron el terror.
“En nuestras parcelas solo tenemos productos como el arroz, el maíz, la yuca. Tenemos la pesca, pero no coca, eso no”, dice el comunero.
El último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, UNODC, presentado en julio de 2020, respalda las afirmaciones del líder del resguardo. Según el documento, en el año 2019 el 53% del territorio chocoano fue abandonado para la siembra, y en el mapa presentado por UNODC se observa que en la región donde se encuentra el resguardo, no hay coca sembrada. A esto se suma la baja densidad de los plantíos los cuales, según el Observatorio de Drogas de Colombia, ascendieron a 1.248 hectáreas sembradas en 2019, con gran diferencia frente al 2018 en el que tuvo 2.155 ha. plantadas, todas en el sur de ese departamento.
¿Qué hace entonces atractiva una zona sin cultivos de uso ilícito? La pregunta es del analista del conflicto armado, Juan Carlos Ortega, quien da la respuesta: “Esta zona entreverada entre selvas, ríos y mares es propicia para instalar un corredor de movilidad y zonas de embarque de narcotráfico y desembarque de armas. Todo esto se mueve a través de lanchas rápidas, e incluso, pistas aéreas escondidas entre la espesura de la naturaleza”.
Pero la complicidad que brinda la manigua para el transporte de la cocaína no es la única razón por la que los grupos armados apetecen Río Valle y otras zonas de Bahía Solano, Nuquí y Juradó. Un analista de Inteligencia Militar explica que la posición geográfica de estas localidades “les da muchas ventajas estratégicas a las estructuras ilegales porque en ellas tienen salidas al Océano Pacífico, su cercanía a la frontera con Panamá y la facilidad de transportar drogas por caminos de trocha a municipios del Alto, Medio y Bajo Atrato y Baudó”.
Esta teoría la confirma el coronel de Infantería de Marina, José Domingo Cantillo Caro, segundo Comandante de la Fuerza Naval del Pacífico y Jefe de Estado Mayor de la Brigada de Infantería de Marina No.2. “Esas áreas son selva y cuentan con condiciones donde la misma topografía y estructura del terreno tiene muchos esteros y salientes del río. Ahí pueden tener los laboratorios para el procesamiento de coca y sacar esa sustancia y enviarla al exterior por los corredores de movilidad”.
En el afán de hacerse a estos laberintos selváticos, los grupos ilegales han vulnerado todos los derechos humanos de la población e infringido más de una vez el Derecho Internacional Humanitario.
La alerta temprana 016-2020 de la Defensoría del Pueblo enviada al Gobierno nacional con mensaje de “inminencia”, reseña que esa confrontación “ha desencadenado una serie de vulneraciones como desplazamiento forzado, reclutamiento de menores de edad, involucramiento violento de la población civil a través de señalamientos, estigmatización, enfrentamientos con interposición de la población civil, confinamiento, homicidios selectivos, desapariciones forzadas, restricciones a la movilidad en el territorio que limitan actividades económicas y el desarrollo de prácticas tradicionales de producción agrícola, así como también amenazas a líderes comunitarios y organizaciones defensoras de Derechos Humanos”.
Como en una especie de premonición, el mismo documento reseña que “miembros y líderes comunitarios de las comunidades indígenas de El Brazo, Poza Mansa y Boroboro, y de las juntas directivas de los Consejos Comunitarios Los Delfines y Cupica”, recibieron intimidaciones, lo que podría desencadenar un desplazamiento masivo. Fue un éxodo anunciado en junio, que se cumplió seis meses después.
El defensor del Pueblo, regional Chocó, Luis Murillo, asevera que la situación en estas comunidades se da no solo por el homicidio del líder indígena, sino por la presencia e intimidaciones de los grupos ilegales. “Hacíamos énfasis en la disputa urbana entre los Chacales, una banda delincuencial común asociada al narcotráfico y al Eln, y las Agc. Además, en zona rural el enfrentamiento es entre el Eln y las Agc”, dice Murillo, y agrega que esta zona siempre ha tenido presencia de grupos al margen de la ley asociados al narcotráfico que se disputan esa ruta del Pacífico.
Pero Hermilda poco o nada entiende de la guerra que la sacó corriendo de su terruño. En su soledad, ella y los otros indígenas desplazados solo piensan en los animales y cultivos que dejaron. Y ella siempre menciona a Kanúi, una perrita criolla que la acompaña desde las madrugadas en la cocina, la sigue cuando va a recoger plátano, la vigila cuando va al río por el agua y duerme en un rincón de la casucha de madera en la que vive cuando la anciana indígena cierra el trajín de sus días en su tambo.
Los que siembran el miedo
El letrero “haga silencio” que cuelga en una de las entradas de la iglesia de El Valle es letra muerta. En las calles del corregimiento, dos jóvenes parecieran jugar a una guerra de vallenatos. En una esquina, uno de ellos deja salir todo el sentimiento con canciones del Binomio de Oro, y desde la opuesta, el otro le responde con vallenatos poco conocidos. Ambos se desafían con el volumen más alto de sus bafles, que llegan a la mitad de las puertas de sus casas.
Es sábado en la mañana y en ese pueblo, donde el sol es opaco pero el calor es un chorro húmedo bajo la ropa, la vida parece normal. Al lado de la única panadería que hay en la carretera principal, dos mujeres vestidas con delantales de caricaturas hacen llorar a todos los niños que llegan. De un maletín sacan las vacunas que terminan en los brazos de los pequeños; y de una bolsita azul, los bombones para consolar el llanto producido por el chuzón.
En la avenida, los motocarros se bambolean entre piedras y lodo con los pasajeros que vienen o van a Ciudad Mutis.
Pero esa normalidad diurna esconde las reglas impuestas por los grupos ilegales que tienen ojos y oídos en cada esquina e imponen la ley del silencio y el terror. Toques de queda, paso restringido a algunas zonas, peajes a los campesinos que se mueven por los ríos, entre otros, hacen parte de las normas que se cumplen con rigor, de lo contrario, la pena es la muerte o el destierro.
Así lo cuenta uno de los pobladores de el corregimiento sentado frente a su casa de madera, a unas cuadras de donde están albergados los indígenas. “La cosa está jodida. Mire, por ejemplo, acá ocurrió en marzo que los paramilitares (Agc) se llevaron a un muchacho y le mocharon la cabeza”, cuenta el lugareño, quien pidió reserva del nombre. EL COLOMBIANO conoció que el joven se llamaba Maicol Alexander Murillo Beltrán y que este no era el primer caso. En agosto de 2019 fue decapitado otro menor de edad identificado como Anderson Villalba Lozano, en un caso de control territorial. El chico desprevenido cruzó a un territorio al que tenían prohibido pasar los de su barrio.
Asevera el analista Ortega que esa disputa tiene tres estructuras ilegales como actores principales en el escenario de la confrontación que ha llevado a desplazamientos como el ocurrido con los Embera Dobidá. “En esa pelea por el control de ese corredor de movilidad para las drogas tiene lugar las Agc, un grupo armado de crimen organizado denominado Los Chacales y el Eln”.
Información de Inteligencia Militar obtenida por EL COLOMBIANO indica que toda la zona costera del Chocó está controlada por el Frente Pacífico de las Agc. En Bahía Solano hay presencia del Eln con el frente Cimarrón y la columna móvil Néstor Tulio Durán en un área que iría desde el Parque Natural de Utría hasta Nabuga. Pero el recrudecimiento de la confrontación se da porque la presencia de las Agc se ha consolidado alrededor de las estructuras del Eln, llevándolo a un ahogamiento. En el Norte de Bahía Solano está el frente Pablo José Montalvo; en el Oriente, el frente Carretera; y en el Sur, el frente Jairo Jesús Durango.
“Esto ha llevado a que el Eln, que ha tenido un debilitamiento militar, estaría patrocinando al grupo los Chacales para combatir al enemigo común: las Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, señala el analista militar.
Para contener las acciones ilegales de estos grupos, en la zona se adelanta una ofensiva militar liderada por la Fuerza Naval del Pacífico que cuenta en algunas zonas con un trabajo articulado con la Policía y el Ejército, como lo explica el coronel Cantillo Caro.
“Hemos logrado controlar un poco más el tema del narcotráfico. Por ejemplo, la Fuerza Naval del Pacífico logró en el 2020 cifras históricas. Logramos la incautación de 161 toneladas de clorhidrato de cocaína y 42 marihuana. Por las operaciones hemos capturado 10 integrantes del Eln, 17 del Clan del Golfo (Agc) y cinco de los Chacales”, expresa Cantillo.
Dice el Coronel que las operaciones sostenidas dejaron 179 narcotraficantes capturados dentro de los cuales se registran 106 colombianos, 28 costarricenses (ticos), 16 ecuatorianos, dos mexicanos, 11 nicaragüenses, 15 panameños y un venezolano, quienes transportaban los alcaloides. Y en la ofensiva contra toda la cadena del narcotráfico, destruyeron 88 laboratorios para el procesamiento de alcaloides, así como 37.469 kilogramos de insumos sólidos y 60.277 galones de insumos líquidos.
“Esto es un duro golpe a las estructuras ilegales no solo en su conformación sino también en lo económico, porque el clorhidrato de cocaína es un negocio vital para este tipo de organizaciones. Un procesamiento de una panela (kilo) acá tiene un precio de 4 o 5 millones de pesos y ese kilo cuesta en México actualmente 30 mil dólares (más de $100 millones); si lo manda para EE. UU., vale 40 mil dólares ($136 millones); si lo manda para Europa, cuesta 55 mil ($188 millones) y en Asia cuesta 80 mil dólares ($273 millones)”, cuenta el coronel Cantillo. Y lo más triste, agrega, es que la falta de oportunidades en este tipo de regiones hace que mucha gente termine enfilándose en esos grupos con promesas de empleo o de mejorar la calidad de sus vidas.
Pero la cabeza de Hermilda Sabugara no alcanza a comprender de precios de bultos de cocaína ni de capturas ni de reclutamientos o extorsiones. Poco a poco ha empezado a hablar, pero a veces vuelve y se le pierde la mirada. Dicen sus hermanos indígenas que el temor de encontrarse a los grupos armados caminando por su resguardo hace que el silencio le nuble la vista y se le traga de nuevo las palabras.