Suponga que usted está en busca de empleo y que su amigo mueve cielo y tierra para ayudar a conseguirlo. Ahora imagine que está en su casa y ya tarde en la noche se le presenta una situación delicada, de salud, por ejemplo, ante la cual un familiar o un vecino acude pronto a socorrerlo.
Si cuenta con estas u otras personas, ya sean familiares, amigos, vecinos o colegas que estén dispuestas a tenderle una mano en cualquier momento, entonces usted integra el 65,3 % de colombianos que según el Dane, en su encuesta de Cultura Política 2019, cuenta con una red cercana de apoyo y confianza.
La encuesta, publicada en noviembre pasado y aplicada a 43.156 personas de 18 años y más (que expandidas corresponden a 34 millones de ciudadanos), también indica que en el país el 34,7 % de sus habitantes dice no tener ni una sola persona que integre su red cercana.
Parece un tema elemental, pero tiene sus matices. Por ejemplo, según explica el excoordinador de Entornos del Minsalud y Protección social y magister en desarrollo social, Andrés Duarte, “durante gran parte del siglo pasado los hogares tenían en promedio siete integrantes, entonces en el entorno familiar los individuos hallaban ese apoyo para satisfacer sus necesidades”, dice.
¿Cuáles necesidades? “Conseguir empleo, tener un techo, apoyo emocional, tareas de cuidado, en fin. Pero en los últimos 50 años el promedio de hijos por mujer pasó de siete a menos de dos y los hogares unipersonales van en alza. Aún así, las personas siguen necesitando ayuda en su vida diaria. Esto obliga a modificar las redes y las soluciones”, detalla.
La profesora de la Javeriana y doctora en estudios demográficos de la Autónoma de Barcelona, Diva Marcela García, lo ilustra con este ejemplo.
“Nos acostumbramos a que era un deber ser que los papás, ya viejos, se fueran a vivir con uno de sus hijos y ellos los asistieran, y la sociedad estaba tranquila por ello. Hoy, no. Más de 600.000 adultos mayores de 65 años viven solos en Colombia y la tendencia es a que aumente la cifra aceleradamente”, explica la investigadora.
Por eso –insiste– es necesario fortalecer las redes informales: amigos, vecinos, compañeros y, sobre todo, constituir las formales: las comunitarias (asociaciones barriales, grupos de interés, clubes, etc) y las institucionales, que le corresponden a los gobiernos, instituciones educativas, organizaciones, entre otras.
Estas últimas se traducen en programas y políticas públicas, precisa la doctora en estudios sociales y docente de la Javeriana, Ángela Jaramillo.
“Más que redes yo hablo de solidaridades, y cuando las informales no aparecen, las instituciones deben entrar a suplirlas”.
Mejor dicho, aclara, “si alguien necesita constante supervisión médica y no tiene quien lo asista o lo acompañe, el Estado debería tener un programa de atención domiciliaria de amplia cobertura. Si la persona, por alguna razón, tiene barreras sociales para relacionarse con sus pares, debe haber oferta que facilite esos espacios que la integre”.
En esto que señala caben, por ejemplo, los programas lúdicos de entidades como el Inder, o programas de prevención y acompañamiento que ofrecen las universidades a sus estudiantes que vienen de otras ciudades, el servicio de empleo de Comfama y otras cajas de compensación, entre muchos otros casos.
Sin embargo, asegura la profesora Jaramillo, Colombia está lejos de ofrecer suficientes “solidaridades a su población”. En promedio, los países de la Ocde destinan el 20,1 % de sus PIB en gasto público social (asistencia en salud, servicios comunitarios, entre muchos otros). El de Colombia es apenas el 12,6%.
Dice Andrés Duarte que si algo quedó claro durante el aislamiento obligatorio fue la necesidad de volcarse hacia las redes comunitarias.
“Las iniciativas comunitarias en los pueblos dieron cátedra de cohesión y eficiencia. Crearon huertas para garantizar seguridad alimentaria, sistemas rudimentarios de prevención y atención a pobladores. Y lo lograron porque aunque estas redes responden a una naturaleza muy espontánea, tienen incorporado una estructura básica, es decir, una horizontalidad, coordinación, objetivos concretos, rol de sus integrantes”, plantea.
Hay cifras que concuerdan con esa afirmación. En dicha encuesta de Cultura Política, apenas el 13,2% del total encuestado considera “fácil” organizarse con otros miembros de la comunidad y trabajar por una causa común, sin embargo, en centros poblados y rurales dispersos la cifra aumenta al 17 %.
Martha Debbie Aguilar, directora general de la Red de Mujeres Comunales, piensa que una de las grandes lecciones que deja la pandemia es que “la ciudadanía aún desconoce mucho cómo funciona la comunidad. Cómo proceder ante una problemática, qué canales agotar, qué recursos o asistencia de las instituciones solicitar”, apunta.
Esto, indica, se vio principalmente en las ciudades. Percepción con la que coincide la profesora Jaramillo, quien expone que es precisamente esa tendencia a la desarticulación de vecinos, en los centros urbanos, el fenómeno que debe empezar a atenderse.
A esta percepción se suma que, según el Dane, el porcentaje de personas que asegura no tener ninguna red de apoyo es levemente más alta en caberas municipales (35%) que el porcentaje nacional (34,7%).
Lo cual, dice la sicóloga de la ONG Somos, Ana María Corzo, exige revisar qué está haciendo cada elemento: individuo, familia, comunidad y estado, en la construcción del tejido social.
“Estos apoyos, desde los primarios que son los informales, tienen miles de usos funcionales que van desde poder dejar un rato, con total tranquilidad, a tu hijo a buen cuidado de una vecina o familiar ahora que muchos papás debieron volver algunas horas al trabajo mientras los colegios siguen cerrados, hasta tener a un amigo que a media noche llega a tu casa a acompañarte porque lo llamaste a decirle que presentas un episodio de ansiedad”, describe Corzo.
Pero –explica– que si la persona no cuenta con estos apoyos, “colectivamente deberíamos darle soluciones: servicios de cuidado, líneas efectivas de atención en salud mental. Porque en esencia lo se busca es que nadie se sienta aislado, que se sienta parte de algo. Si no, fallamos como sociedad”.
De acuerdo con un artículo del Observatorio de Democracia de los Andes, apoyado en 12.143 encuestas de monitoreo que hizo durante la cuarentena la alcaldía de Bogotá, muestra que la confianza ciudadana sufrió una notable erosión entre marzo y junio. Las cifras indican que entre las personas que no estaban de acuerdo con el aislamiento, por diversas razones, la confianza hacia los demás pasó del 63 % en abril al 15 % en junio.
Entre el estrato 6, el porcentaje de personas que dijo confiar en los demás pasó del 52 % en abril al 10 % en junio. Lo que podría reflejar, dice el informe, que a pesar de contar con condiciones favorables podrían estar menos dispuestas a emprender esfuerzos colectivos.
De todos modos, entre los estratos bajos la confianza también tuvo un bajón considerable; pasó del 22 % al 10 % en dicho periodo.
Estas cifras, sobre todo la primera, opina Corzo, pueden respaldar la percepción que tienen muchos ciudadanos de que “el otro es incapaz de ponerse en sus zapatos”.
Un problema del que, considera Andrés Duarte, la institucionalidad “equivocadamente se ha ocupado poco”.
El Observatorio concluye que “recuperar la confianza es necesario para asumir futuros esfuerzos colectivos y solucionar los problemas que deja esta crisis”.
De todas formas, a pesar de que la familia sigue siendo la base de esas redes de apoyo y la mayoría de los colombianos goza de una red ciertamente robusta (ver gráfico), las investigadoras García y Jaramillo concluyen que es necesario consolidar esas otras redes mencionadas, que cada ciudadano, así como las instituciones, dirijan su atención hacia ese 34 % que asegura no tener soporte alguno cercano.
“Solo la suma de esas solidaridades: la básica, donde están familiares y amigos; las que se construyen entre todos que son las comunitarias; y las que son de obligatoria oferta por parte de las instituciones garantiza que exista calidad de vida y bienestar”, concluye la profesora Jaramillo.
El Dane encontró que el 35% de la población entre los 18 y 22 años no cuenta con ninguna red cercana de apoyo y confianza, es la cifra más alta por generaciones. Entre este porcentaje hay casi 100.000 jóvenes en el país que además viven solos, lo cual obliga, dice Corzo, a poner el foco en las dinámicas sociales de la población joven en el país. En contraste, los llamados millenials (entre 23 y 38 años) parecen ir un paso al frente en cuanto a adaptación a las nuevas redes de apoyo diferentes a la familia. Según la Unidad Administrativa Especial de Organizaciones Solidarias más del 40% de los voluntarios del país pertenecen a este grupo etario. Además, entre los millenials que viven en hogares unipersonales se encuentra el mayor porcentaje entre grupos poblaciones que asegura contar con redes de apoyo cercano, con el 71,2%.
Soy periodista porque es la forma que encontré para enseñarle a mi hija que todos los días hay historias que valen la pena escuchar y contar.