Estimado E,
A mi lado hay un libro de 653 páginas de Julio Cortázar. Entre las tapas hay tres hojas vacías, luego dos son para el nombre del libro y los detalles editoriales, cuatro para el índice que está lleno de nombres, unas rayas y unos números; seis para el índice onomástico que tiene muchos más nombres que no dan ganas de leer y dos más para obras citadas, que se deberían mirar para lecturas próximas. Salvo esas 17 hojas, todo lo de adentro son cartas que Cortázar escribió a sus amigos o conocidos.
Cuando entro en una de esas cartas me parece que soy una fisgona que se asoma en la ventana de una vida para adentrarse a cosas, la mayoría de veces íntimas, aunque muchas también banales, como la vida cotidiana.
Me da un retorcijón de envidia. A estas alturas del siglo XXI, cuando un email se demora segundos en viajar de un lugar a otro a través de la pantalla, llegan más de 200 correos a la bandeja de entrada, al día –si no es más–, pero ahí no hay cartas. Ni una sola.
Ese libro de Cortázar, para más envidia, es el segundo tomo de cinco, igual de regordetes. Hace poco pasé por la página 103 y decía el pie de foto que entre 1937 y 1964 Cortázar envió a Eduardo Hugo Castagnino, un gran amigo suyo, al menos, 80 cartas. Eso es tener la seguridad de que en 27 años lo pensó y escribió su nombre, como mínimo, 80 veces. Aunque en promedio solo sea unas tres cartas por año, cuando abro ese libro hay tantas para él que siento que el tomo completo fuera suyo.
En la tapa cuentan además que Cortázar dijo en 1942, y mejor te lo pongo igual a cómo él lo dijo, que suena más bonito: “Odio las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, copiadas y vueltas a copiar; yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos”.
Por eso es que a veces hay errores –no muchos, si uno se pone con los detalles–, o cosas que uno no entiende, porque le falta el contexto, por ejemplo, de la respuesta, que no la ponen ahí y en casi ningún libro de cartas. ¿Te imaginás? Sería la historia completa, uno asomando la cabeza entera a la ventana ajena.
Luego, y esas sí que son bellas, están las cartas de amor. Fernando Pessoa le escribió a Ophélia incluso cuando la veía en la oficina, cuando conversaban ese mismo día. Le escribe para quererla, para explicarle, para cuestionarla, para decirle que está triste, para cualquier cosa, básicamente, pero, sobre todo y otra vez, para quererla.
En la primera del libro Cartas a Ophélia (Editorial Libros del zorro rojo) le escribe a Ophelina, como la llama, cosas que uno debería de saber de antemano cuando quiere que alguien lo quiera. “Si antes que a mí prefiere al joven que la corteja, y que evidentemente le gusta mucho, ¿cómo podría tomármelo mal? Usted, Ophelina, puede preferir a quien quiera: no tiene obligación, creo yo, de amarme, ni debe (a no ser que quiera divertirse) fingir que me ama. Quien ama de verdad no escribe cartas que parecen requerimientos de abogado. El amor no examina tanto las cosas, ni trata a los demás como reos a quienes es necesario ‘comprometer’”.
Lo triste, por supuesto, es que no sabemos qué respondió Ophélia, si bien en la carta siguiente del libro, que es 17 días después (del 1 al 18 de marzo 1920) ya le dice mi amorcito.
Esa es otra cosa de las cartas de amor, y que es, aún más extraña, si son de escritores que uno conoce por las letras de sus novelas. En ellas, en cambio, se despojan de muchos detalles técnicos y gramaticales, y se dejan atrapar por los clichés que trae consigo el amor. Es imposible no sonreír cuando uno lee a Pessoa diciéndole “bebé adorado” a esa chica, que uno no conoce, salvo por la foto que ponen al principio, en blanco y negro, en la que tiene una capul con un crespo y un vestido con bufanda de flores. Se ve tan joven en esa foto, y uno que a Pessoa lo tiene calvo.
En el prólogo de ese libro, que me pareció Antonio Tabucchi, el prologuista, estaba de crítico, que no está mal por supuesto, ya dice eso del amor de Pessoa. “Como si en estas misivas de sosería inocua discurriera subterráneo algo indescifrablemente nocivo y pecaminoso. En estas cartas no está la obviedad, sino lo Obvio mayúsculo y platónico, su estructura profunda, la fenomenología en forma epistolar de un paradigma: el código amenazadoramente estúpido del Amor”. El mismo Pessoa ya había escrito un poema sobre que las cartas de amor son ridículas, todas.
Qué importa si es ridículo, porque en estos tiempos le hacen matoneo a alguien que mande una carta, pero que, en el fondo, si la recibieran, se derretirían ahí mismo.
En una carta de Kafka a Milena, que me encontré en un sobre de cartas que alguien me regaló una vez, y de la que tengo la segunda parte, porque la primera no está, Kafka escribe: “Siempre quieres saber, Milena, si te quiero, pero es una pregunta difícil a la que no se puede responder por carta (ni siquiera en una carta como la del domingo último). Te lo diré con toda seguridad cuando nos veamos (si es que no me falta la voz)”. No hay que decir más, ¿verdad? Ahí está el te quiero escondido, la respuesta a la pregunta que de seguro está en la carta de Milena.
¿Quién es Milena? Porque de Kafka es más famoso su amor por Felice Bauer, se dice incluso que muy importante para su literatura, y que las misivas las recogen en un libro, Cartas a Felice, que vale más de 80 mil pesos. Mira tú que entrarse en esos mundos íntimos vale mucho.
En esa primera correspondencia pareciese que su amor por Felice hubiese sido a primera vista. “Ante el caso muy probable de que no pudiera usted acordarse de mí lo más mínimo, me presento de nuevo: me llamo Franz Kafka, y yo soy el que le saludó a usted por primera vez una tarde en casa del señor director Brod, en Praga, luego le estuvo pasando por encima de la mesa, una tras otra, fotografías de un viaje al país de Talía, y cuya mano, que en estos momentos está pulsando las teclas, acabó por coger la suya, con la cual confirmó usted la promesa de estar dispuesta a acompañarle el próximo año en un viaje a Palestina”.
Antes del Señorita y los dos puntos, hay unos paréntesis con un detalle: [Membrete de la Compañía de Seguros Contra Accidentes de Trabajo]. Praga, 20 de septiembre de 1912.
A veces incluso le pide disculpas a la señorita. No puede escribir a máquina, sino a mano, está apurado y la máquina está “allá en el corredor”, e incluso, en la tercera del libro, ya sabemos que hubo una primera carta, que recibió quince días antes, a las diez de la mañana, y que no pudo aguantarse: a los minutos ya estaba respondiendo. Si uno hace cuentas, y están bien hechas, la segunda carta la escribe el 28 de septiembre, así que la primera de ella llegó en menos de ocho días después de la de él.
Hay unas explicaciones de cómo consiguió la dirección y, después de muchas letras, se lee: “Pero si sigo por estos derroteros no llegaré nunca a término. No hago sino parlotear sobre mi carta anterior, en lugar de ponerme a escribir las muchas cosas que tengo que decirle(...). Escríbame otra pronto. No se tome la molestia, toda carta produce molestias, se mire como se mire; escríbame, pues, un pequeño diario, eso es pedir menos y dar más. Naturalmente, tendrá que escribir en él más cosas de las que sería menester si fuese para usted sola, puesto que yo la conozco apenas. Un día consignará, por tanto, a qué hora entra a la oficina, qué tomó en el desayuno, qué vistas se contemplan desde la ventana de la oficina, qué clase de trabajo se hace en ella, cómo se llaman sus amigos (...)”.
Ahora eso se cuenta por chat, y no hay que impacientarse tanto esperando la respuesta, salvo que te dejen en visto, como pasa. No obstante, al final no te dicen “Suyo. Franz Kafka”.
Además, que en el caso de los escritores van revelando cosas de su escritura. Dice que su libro, al que llama también folletito, librito, lo han aceptado bien, pero que “no es muy bueno, hay que escribir cosas mejores”.
En el prólogo de Cartas a Clara, de Juan Rulfo, el prologuista, Alberto Vital, explica que las cartas atestiguan la importancia del amor y, cuando ya son esposos, de la familia “en la construcción de un mundo propio para quien hará de Comala, de Luvina, de San Gabriel, de Talpa, territorios simbólicos que, cerrados y opresivos para los personajes, se abren ya para siempre a los lectores”.
En las cartas está la vida cotidiana, y también la vida del escritor que habla de sus textos, que se queja o da señas de algún personaje en el que trabaja. Es, sobre todo, saber que la escritura pasa por la vida de todos los días.
De todas maneras, señor E, no creo que leamos cartas para descubrir más cosas de su escritura y obra. Me parece, y es más interesante aún, que lo hacemos por la curiosidad del gato que uno tiene adentro, y por descubrir frases bellas que uno quisiera que alguien le escribiera alguna vez. Como Henry Miller a Anaïs Nin: “Te estudio para descubrir los posibles defectos, los puntos débiles, las zonas peligrosas. No encuentro ninguno, ninguno. Eso quiere decir que estoy enamorado, ciego, ciego, ciego. ¡Ojalá pudiera estar ciego siempre!”.
Elsa Rodríguez, que dirige el Taller literario Letras de la Universidad Eafit, me contó que en las cartas uno encuentra, más que otra cosa, intimidad, porque cuando alguien, o uno mismo las escribe, hay un total despojo de uno mismo. Ella habla de que, por lo general, las cartas de amor que merezcan ser leídas tienen todo el dolor y el desgarramiento.
Esas duelen más, por supuesto, como en las de Pessoa, en las que parece que hay problemas entre los dos a veces. Normal, ¿no? Me parece, sin embargo, que en el amor feliz también hay historias que conmueven. Mira a Rulfo, que le escribió a Clara en su primera carta, en 1944: “Desde que te conozco hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye”..
Lo otro que cuenta Elsa, si la hubieses escuchado hablar emocionada por teléfono lo creerías ahí mismo, es que además de la intimidad hay un aprendizaje de lo humano, de las fortalezas, de lo pérfido e, incluso, de lo sucio que se puede jugar. “Por encima está el individuo como tal, que expone las vicisitudes humanas”.
En fin. Uno se puede quedar hablando de las cartas toda la vida, tanto que se me olvidó decirte que según internet, Milena, la de Kafka, fue una amiga casada que, entre la correspondencia, se intuye una relación sentimental que tuvo alguna intensidad. Eso dice. Hay un libro, Cartas a Milena, que me gustaría leer, por supuesto, de pura fisgona que soy.
Por ahora te dejo a Kafka, otra vez, que le escribió a Felice otra frase para subrayar, como mínimo: “No puedo creer que exista un cuento de hadas en el que se haya luchado por una mujer más con mayor desesperación de lo que en mi interior se ha luchado por ti, desde el principio y siempre de nuevo y tal vez para siempre”.
Va un abrazo,
M.
14 de febrero, 2016, día de San Valentín en el Norte. Escrito en papel periódico