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Santa Cruz de Lorica, un lugar para conocer en Córdoba

Alcides Daza, un pescador de mar abierto, y su burro, Platero, viajan entre los municipios costeños de Córdoba.

  • En el Mar Caribe, el que limita con Córdoba, allá pesca Alcides Daza, lo acompaña su burro, Platero. FOTO Cortesía Lorenzo Villegas

    En el Mar Caribe, el que limita con Córdoba, allá pesca Alcides Daza, lo acompaña su burro, Platero. FOTO Cortesía

    Lorenzo Villegas

  • Santa Cruz de Lorica, un lugar para conocer en Córdoba
  • Santa Cruz de Lorica, un lugar para conocer en Córdoba
29 de mayo de 2017
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¿Cómo ocurrió el accidente?, le pregunté. Alcides Daza abrió la caja que usa de nevera donde, entre hielo seco, guarda la pesca del día. Es un pescador de mar abierto, trae pargos rojos enormes, que me ofrece a precio económico. Ya le había visto merodear por el Marina Cispatá, por eso cuando me preguntó si quería llevar pescado a casa, aproveché para indagar sobre su historia, su pasado y cómo llegó a ser pescador. Daza mira al cielo azul de la bahía de Cispatá, baja su cabeza hasta donde el mar se encuentra con el cielo en dos azules intensos, hermosos y diferentes. Comienza un relato mágico, cargado de recuerdos. Su rostro denota nostalgia. Así como las nubes escasas cambian de posición y forma, su memoria atestigua la transformación de una región.

Recuerda que llegó a Santa Cruz de Lorica un sábado de mercado. Se apeó de su burro Platero, una brisa caliente levantó el polvo al paso de un perro negro, flaco y famélico, que husmeaba la vera tras cualquier olor que indicara comida. El cisquero entró en la cantina de la plaza de mercado y pidió una cerveza, el calor de la temporada le tostaba la espalda y molía sus huesos. Un parlante gangoso sonaba a Alejo Durán. El juglar cantaba El Caballo Pechichón, en el viejo Wurlitzer. La canícula derretía las sienes del moñitero que pasó su lengua blanca por los labios secos. En el espejo de la barra, Alcides vio que su frente brillaba y unos minúsculos ríos negros corrían por sus mejillas, sendos, como dos riachuelos nimios. El hombre vivió a horcajadas el tiempo, la historia corrió sobre el lomo de un burro. En el asno cargó la madera y luego el cisco logrado.

Primero Platero que Daza, le decía al animal con cariño, mientras le pasaba la mano por la cara. Cuando caminaba a la playa, donde seño Joselina a recoger las cáscaras de los plátanos de los patacones, la comida de su jumento, si iba al río a traer pescado, al repartir el carbón, cuando se emborrachaba con aguardiente en Lorica, siempre Daza iba sobre el borrico. Denante, cuando joven, rumbo a la puesta del sol en las playas de Moñitos, Daza montaba a pelo el rucio, encendía un cigarro y dejaba que la cadencia del animal lo arrullara. Tomaba ron, de la botella que cargaba en su mochila wayúu y sentía la brisa vespertina acariciar su rostro.

El mercado

El mercado de Santa Cruz de Lorica es una antigua construcción de techo rojo y paredes amarillas. El gobierno la tituló Monumento Nacional en 1996. Es un edificio de zaguanes claroscuros, con letreros pintados en hierro forjado. Los mercaderes venden artesanías, especias, ropa, sandalias tres puntadas y la sazón sabanera. El sabor de la cocina de sus puestos, tiene la profundidad de la sabana sinuana y del río Sinú, delicado y lento, que besa la base, al pasar a su lado. Arelis Saavedra vende un exquisito mote de queso, que Alcides termina con prontitud, sube en Platero y se va a buscar una carga de leña a la marina de Cispatá.

Las motos cruzan raudas las calles de los pueblos costeños. Lorica, Tolú, San Antero, Cereté y el resto de las calcinantes tierras cordobesas y sucreñas, se plagaron de los motorizados, que cobran dos o tres mil pesos por carrera. Los accidentes se elevaron sin que los gobernantes pudieran detener el virulento crecimiento. Alcides siente los motores ruidosos atrás y dos segundos después, adelante de su burro. El animal ya se acostumbró, solo mueve las orejas en la dirección del estrépito. Dijo una encuesta, que son más de mil quinientos mototaxistas que reciben entre veinte o treinta mil pesos diarios de jornal, con lo que pagan el combustible, la cuota del patrón o el abono de la deuda en el concesionario. Se puede decir, que la moto, mató al burro.

Ensueño en Cispatá, mar y cielo se encuentran allí

Hacia San Antero

La versión oficial del nombre de la población apela en honor al Papa San Antero, que pontificó entre los años 235 y 236. Alcides piensa pasar la noche en el pueblo, allí lo conocen, pues el hombre asiste cada año al único concurso del burro en la costa Atlántica de Colombia.

En las fiestas anuales realizan la “burralgata”. Entre trescientos y trescientos cincuenta burros, compiten por el disfraz más creativo, el mejor pelaje y la apariencia más saludable. Una prueba muy concurrida es el “coscubeo”. Los jinetes montan, mientras otro aprieta los testículos del animal, que retoza, molesto. Solo es permitido sostenerse con los talones y gana el que demore más en caer. La fiesta del burro tiene otras apuestas: el hombre que más coma cangrejo, el más rápido para moler arroz en pilón, la vara de premio, carreras de costales y hay muestras de dulces y artesanías.

La fiesta del burro la celebran en Semana Santa. La propició el uso del animal en las actividades diarias de los costeños. Hasta el año de 1997, los campesinos usaron la bestia para ir a sembrar y cargar la patilla, el ñame, el agua y la yuca. Ahora temen que las fiestas desaparezcan, así como los jumentos se extinguen de la sabana, atropellados por la modernidad de las motocicletas, que los jóvenes prefieren por su velocidad y sustento económico.

La Bahía de Cispatá

Alcides Daza madruga con su burro hacia la Bahía de Cispatá. Todavía es noche y los luceros brillan sobre el mar Caribe. El hombre no tiene que darle órdenes al animal, los grillos cantan y el petricor está en el aire. Platero abre los ollares, mientras camina sobre la carretera humedecida con el rocío nocturno. En el hotel Cispatá, Alberto José Fuentes, uno de los empleados, le prepara a Daza dos bultos de leña. El Cispatá Marina Hotel, ofrece planes turísticos, cabañas, casas campestres e instalaciones con grandes piscinas y canchas deportivas. Su ubicación y tranquilidad son perfectas para pasar las vacaciones o fines de semana.

Alcides para a comer una arepa de huevo antes de llegar al hotel. Acompaña el manjar con una carimañola de queso y pasa con una gaseosa Kola Román, fría. El burro come hierba y toma agua en una llanta partida en dos, en la que Daza le pone un poco de cuido y sal.

Cuando llega al hotel, José Fuentes está afanado, saluda a Alcides y le entrega los fardos de leña. Se despide pronto, tiene que acompañar a unos turistas a Tuchín, para que los visitantes vean, en la comunidad indígena El Piñal, elaborar una de las joyas artesanales de Colombia: El Sombrero Vueltiao. Daza le pide un vaso de agua y José manda a traerlo. Salgo ya Alcides, hoy no podemos jugar dominó, voy donde Reinel Mendoza Montalvo para que los huéspedes compren sombreros y artesanías, le dice Fuentes, mientras le pone la mano en el hombro al viejo.

Reinel Mendoza Montalvo, nació en Tuchín. tiene más de cuarenta años dedicado a elaborar las piezas. Cosió los sombreros a mano, pero no era rentable. La máquina de coser le ayudó a aumentar la producción. Al principio se hacia el sombrero con pega, o sea la unión del remate. Luego, Gerardo de Jesús Suárez, ingenió la manera de hacerlos sin la pega. Con la caña flecha también tejen bolsos, carteras, llaveros y logran sillas, que hacen parte de varias recepciones en hoteles en Estados Unidos.

Ensueño en Cispatá, mar y cielo se encuentran allí

Reinel explica que el primer paso para elaborar sombreros es cortar la hoja, que puede ser de tipo criolla o marinera. Luego raspan la palma y hacen un tejido blanco. El tejido negro se hace en una olla de barro oscuro, parecido al lodo de los volcanes turísticos. Allí se pone la palma y a las veinticuatro horas toma el color. Luego cocinan la palma tres veces junto a una hoja conocida como bija. Los trenzados toman el nombre según el número de fibras utilizadas. Hay quinceano, diecinueve, veintiuno, veintitrés, veintisiete, treinta y uno y algunos se atreven a llegar a treinta y nueve. Los sombreros se diferencian por figuras que simbolizan reuniones: flor del limón, la manito del gato, el pecho del grillo o la flor de la cocorilla.

Alcides ve partir a José Fuentes en una camioneta blanca en compañía de los turistas. Daza toma al borrico y lo amarra de una palmera. Las olas llegan tranquilas a la playa de Cispatá, el cielo está azul y el sol resplandece sobre el agua. Se recuesta en la arena y cierra sus ojos. Recuerda sus años adolescentes en Moñitos, el ulular de la brisa en los oídos lo transporta cuarenta años atrás. El aire caliente lo sumerge en un sopor. Alcides era un viejo portador de la tradición de transitar y trabajar en el burro. La prisa de la vida ha cambiado las costumbres caribeñas, ahora es muy difícil que una persona compre un asno para transportarse, cuando en una moto puede reducir tramos de una hora a diez minutos.

La tarde cede y la carretera se refleja en el aire derretido. Una aparato con dos chicos avanza a toda velocidad hacia Santa Cruz de Lorica. Daza camina detrás de Platero. Mira sus sandalias empolvadas y pasa su mano por la frente para retirar el sudor que la moja. Piensa detenerse en la plaza de mercado a tomar una cerveza, tal vez Alejo esté sonando cuando llegue y puede ser que se coma un bocachico frito con ñame, donde Arelis Saavedra. Baja la cabeza, en sus labios hay un cigarro y tapa con sus manos una cerilla encendida para que el viento no la apague, pero su ensueño se rompe con el estrépito de una llanta que tizna el pavimento caliente, dos fardos de madera ruedan por la calle bajo el sol candente de Córdoba. Alcides abre sus ojos y se levanta espantado, su espalda está cubierta de arena.

Me mira y dice, ¿cuántas libras de pescado le empaco?

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