Desde lejos, parece humo. Un gran fondo oscuro, como un incendio detenido en el tiempo, se impone sin ruido en la sala. De cerca, el silencio se vuelve más denso. Un entramado de ramas secas, como venas de un cuerpo sin oxígeno, cubre la superficie. La obra es un bosque calcinado: no hay verde, no hay sombra, no hay refugio. Solo carbón. Y, sin embargo, entre la negrura, algo resiste. Aparecen pequeñas figuras bordadas, casi imperceptibles, cuerpos minúsculos de colores intensos que no se han ido. Están cosidos a esa tela, como quien clava un testimonio en medio del desastre y como quien deja en el aire una pregunta estética, política y espiritual: ¿qué significa flotar en un mundo que arde?
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La obra se titula El ruido del hombre #6, de la artista colombiana Nohemí Pérez. Ejecutada con carboncillo, pastel blanco, sanguina y bordado, no representa una selva: la hace hablar. En ella, la memoria se despliega no como relato, sino como herida. Las criaturas bordadas son especies nativas del Catatumbo, región de frontera y conflicto, donde el fuego no viene del rayo, viene del negocio. La técnica del quemado como forma de expulsión. La selva, reducida a carbón, para luego ser ocupada. Allí creció la artista. Y desde esa memoria que no cicatriza, borda el duelo, así que cada puntada es una forma de cuidado. Cada ave caída, una forma de persistencia. Y cada color, un eco, un rastro de vida que ya no está y que no acepta ser borrado.
Ese paisaje devastado es una de las primeras obras en dar inicio a Bubuia. Aguas como fuente de imaginaciones y deseos, una exposición inaugurada el pasado 16 de julio en el Mamm que reúne a 55 artistas de los nueve países panamazónicos y que, como el verbo que le da nombre, flota entre lo visible y lo invisible, pues “bubuia”, en el portugués popular amazónico, alude a la acción de dejarse llevar por el agua. No nadar, no luchar contra la corriente. Estar. Permanecer en suspensión. Pero más allá de su literalidad, el concepto —inspirado en el pensamiento del poeta João de Jesus Paes Loureiro— evoca una filosofía. Una forma de estar en el mundo sin someterlo. Una resistencia que no es frontal, ni sumisa. Una manera de sostenerse en medio del caos.
En el centro de la muestra no hay una narrativa lineal ni un diagnóstico ambiental. Hay, más bien, una constelación de miradas que piensan lo amazónico desde lo múltiple. “La Amazonía no necesita salvadores, necesita recursos para fortalecer las tecnologías que sus pueblos ya han desarrollado”, dice a EL COLOMBIANO Lívia Condurú, presidenta de la Bienal das Amazônias, la institución brasileña que dio origen a esta exposición. Su voz, entrelazada con la de las curadoras Keyna Eleison y Vânia Leal, recorre toda la propuesta: descentralizar, descolonizar, desplazar el eje. Es decir, no se trata de mostrar la Amazonía como un todo uniforme, se trata de insistir en su condición de plural. De hablar de “Amazonías”, en plural, de selvas diferentes, ríos con nombres propios, lenguas que no se traducen, historias que no se pueden resumir.
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Desde esa premisa, la curaduría se convierte en un acto de desobediencia: en lugar de ordenar, convoca; en lugar de explicar, permite escuchar. Así, entre las salas del museo, lo que aparece son cuerpos hablantes. Uno de ellos es el de Miguel Penha, artista de ascendencia xiquitano y bororó, cuya pintura Igarapé reconstruye un fragmento encantado del bosque. La pieza, trabajada en acrílico, representa un curso de agua clara —“igarapé” en lengua tupi-guaraní— rodeado de especies sagradas: cipós, chacronas, árboles seringueros. No hay un afán documental. Lo que ofrece el artista es una visión interior, no una fotografía del río, más bien, su energía.
En esa imagen, lo vegetal no es ornamento. Es presencia espiritual. Cada especie tiene un nombre, un uso ritual, un vínculo con los pueblos que habitan sus orillas. La vegetación parece susurrar. Y el agua, con su transparencia, revela más de lo que oculta. La artista y curadora Lívia Condurú, nacida en la región, lo dice sin rodeos: “El río es sagrado porque debajo de sus aguas viven los encantados”. Entrar a él exige pedir permiso. Hay otra ley en esos paisajes. Una en la que humanos y no humanos no se oponen, coexisten. Miguel, que fue criado en esa filosofía, la pinta sin traducirla. El resultado es una pieza en la que la naturaleza, como pocas veces, no es un recurso ni un paisaje, es un sujeto.
Frente a esa visión, que celebra la relación armónica con el entorno, otra obra tensiona el discurso desde la ausencia. En un espacio más discreto, casi silencioso, la instalación Corpos vulneráveis em tempos de crise, del artista brasileño Ueliton Santana, cubre el suelo con redes de pesca rellenas de papel. Las formas, dispuestas con precisión, simulan cuerpos inertes. No hay sangre, no hay rostros. Solo la sugestión de una presencia interrumpida. Las redes, que en otros contextos sostienen, aquí cargan el peso de lo que ya no está. La alusión a la muerte es directa, no morbosa. Es política.
Santana trabaja desde el estado de Acre, en la frontera con Bolivia, una zona donde los conflictos territoriales y la violencia ambiental se entrelazan. Y su obra, más que conmover, busca incomodar. Las redes evocan el silencio impuesto sobre las muertes que no se registran, sobre los cuerpos que no importan. Y al mismo tiempo, son una forma de protección. Una red, aunque rota, todavía puede contener algo. Todavía puede recordar. En esa ambigüedad —de soporte y de tumba— la obra construye una metáfora feroz sobre la fragilidad de existir en los márgenes.