Un 5 de octubre nació y un 5 de abril murió. Cualquiera diría que el poeta José Manuel Arango anhelaba pasar tan desapercibido que no quiso gastar otro día para sus asuntos fundamentales, el nacer y el morir. Y ese mismo cualquiera adivinaría que si por él hubiera sido no habría ocupado más que uno de los dos meses en los dos casos.
Para celebrar que nació hace 80 años y recordar que murió hace 15, se editó el libro Obra selecta. En el prólogo, el escritor Darío Jaramillo Agudelo lo califica de “discreto, silencioso, invisible casi”. Pero por más que quiso pasar inadvertido, a José Manuel Arango su poesía, limpia y clara, sucinta y vital, lo delataba como gran creador.
Con el vaso en la mano, mirando las montañas,/ le acaricio el lomo a mi perro, dicen dos versos de su poema Montaña.
El editor, Guillermo Baena, dice que además de editor fue su amigo. “José Manuel dirigió hasta su muerte una revista que fundamos con Juan José Hoyos: Deshora”. Lo recuerda como un hombre callado, lacónico y tranquilo. “Hablaba en tono bajo. Oía las ideas de los otros y cuando debatía lo hacía desde un punto de vista certero. No le importaba la fama. Era, como se dice, un ser de bajo perfil”.
En entrevista que le realizó Cristóbal Peláez a José Manuel Arango para la revista Vía Pública, en 1990, le preguntó:
“Conocida es su intención de mantenerse al margen de todo aquello que no sea su producción poética, es decir, no conceder entrevistas ni hacer crítica, tampoco participar en concursos (...). ¿Es esta una actitud de respeto para con su obra?”
El poeta le respondió:
“Creo que puede ser más una cuestión de temperamento. A mí me gusta estar por aquí, apartado, en el campo. Llevo una vida calmada, en silencio, leyendo o releyendo a mis autores favoritos, y de pronto tratando de escribir algo. No me gusta andar en una vida pública, de cocteles. Puede haber, claro, algo de respeto por lo que se hace, pero no es lógicamente una pretensión de solitario, que por otra parte no lo soy”.