Desde que Svetlana Alexiévich se ganó el Nobel de Literatura, en 2015, se volvió una viajera que no para. Ahora extraña su escritorio para sentarse a escribir, el de su casa en Minsk. “No soy una persona pública, prefiero trabajar sola, pero toca”.
Son las diez de la mañana en Bogotá. Se sienta en la silla blanca y espera que la traductora la conecte con los demás, que no hablan su idioma. Sonríe a nadie en específico y por un segundo parece que entiende español, pero solo espera. Es la primera vez que viene a Latinoamérica. Por eso vino a Colombia, señala, porque la desconoce por completo, y además admira mucho a Gabriel García Márquez, uno de sus escritores favoritos. Entonces aceptó, y está sentada en ese sofá, aterrada incluso porque los periodistas han hecho, literal, una rueda de prensa sobre ella: todos arrumados en la primera fila, esperando que diga algo en bielorruso para que la señora que parece su sombra lo repita en un idioma tan lejano. No hay manera, ni de ella ni de los periodistas, de corroborar que está diciendo lo que la Nobel dice.
Le han preguntado tanto ya por la literatura y el periodismo, y las diferencias y las conexiones, que no le parece que le pregunten más. Esa no fue la pregunta, pero sí la que hizo la traductora. Igual responde. “Todo es mucho más complicado. Es extraño. Cuando van a una exposición de arte a ver una instalación a nadie se le ocurre preguntar si es una obra de arte o no lo es. Sin embargo, cuando se trata de trabajo literario, sí. La literatura siempre está buscando géneros nuevos y el periodismo también puede aportarle. Es un nuevo género literario”. Hay una pausa, y luego dice que actualmente la vida está cambiando mucho, se está transformando cada día y la literatura ya no alcanza a tomar el registro de los cambios que se están produciendo en la vida real. “Ya no se puede tener un León Tolstói, que se demora 50 años para escribir una sola obra. Se acabó el tiempo de los héroes y el que salió al escenario es un hombre común y corriente”.
Svetlana tiene 67 años. Nació en Stanislay (hoy Ivano-Frankovsk), Ucrania, en 1948, aunque se considera bielorrusa. Su padre, periodista casado con una bibliotecaria, lo era. En Bielorrusia vive, cuando no está viajando. Allá regresó después de exiliarse varios años desde el año 2000, cuando recorrió Europa como refugiada política. Volvió hace más de tres años, porque jamás aprendió ninguno de los idiomas de los países por los que pasó y además sintió que tenía que estar en el lugar sobre el cual escribe.
Es una crítica del poder político de su país. Sus libros han sido censurados y ella es considerada de la oposición, pero no le importa. “Uno tiene que estar preparado para enfrentar la autoridad. Si uno trabaja seriamente y expresa qué piensa y pone toda su alma es inevitable. No es realmente preocupante tener un problema con las autoridades. Hasta ahora los tengo tanto con Aleksandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia como con Putin, presidente de la Federación Rusa. Cuando regresé del exterior simplemente me desconocían, no publicaban mis libros, no me entrevistaban. El problema es que haya gente que los apoye”.
La Nobel se ha interesado por la vida cotidiana, por el hombre común. “No me interesa –le dijo a Efe– la historia oficial narrada en todos los medios de comunicación y que exalta el heroísmo de las tropas soviéticas, me interesa el alma humana”. Le importa la persona que sufre, saber qué siente cuando “se enfrenta a un tanque y afronta la muerte en cada momento. Es decir, yo cedí la palabra a las personas cuya opinión nunca interesó a nadie, que tanto creían en las ideas por las que se sacrificaban. Nunca les preguntaron qué pensaban o por qué lo estaban haciendo”.
Svetlana es, sobre todo, una persona que escucha. Sus libros están llenos de voces, las de esos personajes con las que ella se sienta a conversar por horas, por días incluso, y que deja hablar en sus libros, mientras hace silencio. A su obra la han llamado novela coral, por los testimonios de los sobrevivientes, que se van hilando. En una entrevista en 2015, para El País de España, señaló que sus relatos exigen muchas conversaciones porque el interlocutor, sin pensarlo, consigue expresar sus ideas como no lo había hecho antes. “Es una concepción del mundo, un trabajo infernal, no solo para reunir las voces, sino para encontrarles una forma, para convertir este caos humano de voces y sonidos en una sinfonía. Escucho el texto como música”.
Su esencia está también en el silencio, en respetar eso que no se puede expresar con palabras. Sus historias se leen en un lenguaje que no es pretensioso, que es simple, que es cotidiano y, a su vez, bello y doloroso. Es la simpleza la que hace que haya que voltear la hoja, mientras la tristeza se adentra. “El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días. A los catorce días, el enfermo muere...”, se lee en el relato de Liudmila Ignatenko, esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko, en la primera historia de Voces de Chernóbil, el único libro de Svetlana traducido al español cuando se anunció que ella era la ganadora del Nobel de Literatura. Ahora hay dos más: La guerra tiene rostro de mujer y Los muchachos de Zinc –el más reciente traducido al español–.
Muchas voces
Desde esa silla blanca, Svetlana es una señora de pelo castaño y ojos claros, que podría conversar por horas. Le preguntan por la paz y ella responde que ni siquiera la persona más grande del mundo es capaz de hacer una labor titánica como es el restablecimiento de la paz en cualquier lugar del mundo. Por eso cada miembro de la sociedad tiene que aportar y vivir consciente de su importancia. “Con el odio no se logra nada, salvo un baño de sangre. La paz se logra solo con el amor”.
Para ella, a las víctimas hay que escucharlas, pero la tarea es escucharlos a todos, incluyendo a los victimarios. Añade que en su libro más reciente aparece una frase sobre que un campamento de concentración es tan dañino para la víctima como para el victimario, porque corrompe a los dos. A los últimos hay que escucharlos también, precisa, para saber qué los motivó y analizar su comportamiento. “En mis libros nunca privo de voz a mis verdugos, que cada uno grite su verdad. Quiero entender qué tiene en su alma y qué lo motivó (...)”.
Eso no quiere decir que las víctimas sean olvidadas, hace énfasis. Hay que indemnizarlas, pero se necesita reeducarlas para superar los sufrimientos. La escritora explica que después de los grandes acontecimientos como la Segunda Guerra Mundial no se sabe por qué razón los verdugos desaparecieron. “Quienes continuaron su vida fueron las víctimas. Se creó la cultura de las víctimas, que vivían sumidas en su resentimiento, que conservaban todavía los deseos de venganza. Esta cultura es muy difícil de tratar. El problema de las víctimas es su incapacidad de reiniciar su vida, de volver a empezar. Eso no quiere decir que no compadezca a las víctimas. Muchas veces después de conversar con ellas salía de su casa llorando y volvía a llorar cuando estaba escribiendo, pero cualquier víctima necesita salir de esa cultura de la víctima, hablar del dolor que tiene por dentro”. Se identifica más con las personas que prefieren olvidar el pasado doloroso.
Entonces habló de un tema al que vuelve a veces, el problema del bien y del mal, y recordó la historia de un hombre que cuando fue niño estaba enamorado de su tía Olga, sin saber que ella denunció a su propio hermano en 1937 y este murió en un gulag. ¿Por qué lo hizo?, le preguntó el hombre antes de morir, y ella respondió con otra pregunta, ¿quién era honesto en los tiempos de Stalin? La segunda fue cómo se sentía en 1937 cuando empezaron las purgas estalinistas y ella le respondió que era una época muy feliz, porque amaba y la amaban. “El bien y el mal –siguió la Nobel– siempre van juntos, se entretejen. No hay línea divisoria entre lo uno y lo otro. El mal no es solo Stalin, también la bella tía Olga. El mal, de por sí, nunca se presenta en su forma pura, siempre está diseminado en el mundo”.
El primer relato de Voces de Chernóbil ya pone una dualidad, cuando todavía no se sabe de qué se trata ni quién la está contando: “No sé de qué hablar... ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?”.
También conversó sobre el papel de las mujeres. De la importancia de su voz. Cree que los hombres son rehenes de la cultura de la guerra, las mujeres no, que cuando estuvo en Afganistán se dio cuenta de que a los hombres sí les gusta la guerra. A las mujeres no, no son rehenes de ello. “En todas partes es así. Tal vez la única excepción es Israel, donde vi unas muchachitas de la estatura de las metralletas que llevaban. Por eso es tan importante su voz. En mi libro La guerra no tiene rostro de mujer, las mujeres descubren toda la verdad. La presentan al descubierto solo diciendo que espantoso es matar y que espantoso es morir”.
Entre otras cosas
Svetlana alcanzó a decir en la rueda de prensa, porque alguien le pidió un consejo para los periodistas, que no hay que soñar, nunca, con un premio Nobel. Ella estaba haciendo lo que más le gustaba. Lo importante, contó, es seguir lo que dicta la conciencia y tener valor para salir adelante y hacer lo justo y lo correcto en su vida. “Lo importante es no tener miedo de plantearse metas lejanas, grandes tareas. Un periodista debería investigar más. Hay que explorar el origen del problema para presentarlo plenamente. Hacer constar un hecho no es suficiente”.
Svetlana no esperaba el Nobel de Literatura, si bien estaba en la lista desde hace unos años. Algunos creyeron que su año sería el que fue de Alice Munro, 2014, pero llegó 365 días después. Cuando la llamaron estaba planchando.
Cada vez que habla hay una frase para subrayar, casi un poema que se le suelta, o se escucha así, por ser Nobel, quizá. “Nuestra vida está llena de trivialidades. Los medios están llenos de trivialidades, infortunadamente. La lectura es la forma de pensar el enigma de la vida”.
Ella conversa, sin afán. Hasta tuvo tiempo de contar una anécdota, “porque la vida es eso, hay muchas cosas risibles y trágicas que se entrelazan”. En una conversación, la mujer que estaba entrevistando le preguntó si creía que ella pensaba en morir trágicamente o tenía miedo de morir. Sí estaba el miedo, le contó, pero no de morir al amanecer cuando cantan los pájaros, sino con los espantosos pantalones masculinos que le tocó usar durante los cuatro años que estuvo en la unidad militar. Todas las mujeres que estaban allá tenían miedo de morir así. Estaban dispuestas a morir por su patria, pero no con esos calzoncillos que tenían puestos. Y ella se rió cuando contó, y volvió a reírse con todos, después del retraso de la traducción, cuando supuso que la traductora había llegado a lo de los calzones.
Al final, aunque le dijeron que no firmara libros, firmó algunos en su idioma. Luego se fue. Al fin y al cabo es la estrella de la Feria del Libro de Bogotá.