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Un vecino verde cuenta su historia centenaria

En el Día del Árbol hablamos del vecino más viejo de Robledo: el piñón de oreja situado frente al bar Jordán, donde empieza la Loma.

  • Dicen que, según una fotografía, cuando fundaron el bar Jordán, en 1891, el piñón de oreja ya era alto, aunque no tan grueso como hoy. FOTO Jaime Pérez
    Dicen que, según una fotografía, cuando fundaron el bar Jordán, en 1891, el piñón de oreja ya era alto, aunque no tan grueso como hoy. FOTO Jaime Pérez
29 de abril de 2015
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Hace seis años, Eugenia Pérez cuida el jardín que rodea el piñón de oreja de la Loma de Robledo. Es su modo de disipar las penas.

Realmente, quien lo adoptó, con papeles y todo, ante la Secretaría de Medio Ambiente, fue su hija, Adriana Arango Pérez, quien hace figurar, en vez de su nombre, el de la salsamentaria Buser, situada al frente del árbol nacido hace casi ciento cincuenta años. Así consta en un letrero de lata sembrado a un lado del árbol.

Los adoptantes hicimos un recorrido para observar una docena de árboles patrimoniales de la ciudad —Adriana levanta la cabeza del cuaderno de sumas del negocio, mientras su esposo, Guillermo León Valencia Luján, busca en un ordenador las fotografías que se han tomado al árbol referente y a los demás que menciona Adriana—. Un algarrobo en el parque de San Pablo, un mango en el barrio Cristóbal, un bala de cañón en el parque de Belén, un caucho en el Parque de Bolívar... No sé cuáles más”.

Y desde que llegó con la noticia de que le habían “entregado” el árbol —“un diciembre”—, su madre decidió encargarse de todo: de limpiarlo y de sembrar un jardín que le decore esa parte que emerge de la tierra en ese promontorio de tierra, como homenaje a su hijo Luis Enrique, muerto un mes antes.

Memo le ayudó con la basura: “sacamos 23 bultos de desechos”. Llantas, botellas, zapatos, cartones, bolsas plásticas, tarros de lata, jirones de ropas... Y Eugenia le ha ido sembrando novios, tulipanes, conchitas, rosas, enredaderas, palmas, una mata de limoncillo. “A esa planta alta que el piñón tiene al lado, la llaman de maíz”. Y se sabe que también la llaman felicidad.

Como Eugenia vive en el sexto piso de un edificio con vista al gracioso piñón de oreja, está atenta a que nadie le tire basura o que a ninguno se le ocurra “robarse un gajito” o que alguien tenga la desfachatez de no recoger las heces de su perro. Y si lo ve, de inmediato llama por teléfono a la salsamentaria y Memo o Adriana se encargan de hacer entrar en razón al negligente.

Tan pronto llega menguante, Eugenia siembra. Para desmalezar y abonar es bueno cualquier tiempo.

Consumen sus frutos

Pero ese árbol tiene mucha gente que lo quiere. Mauricio Quiceno y Juan Guillermo Gallo se sientan a mirarlo ratos enteros en las sillas de la salsamentaria. Entre los dos, según sus cuentas, llevan 87 años mirando su robustez. Hace unos dos años, a los expertos de la Secretaría de Medio Ambiente les dio por ponerle un anillo de hierro alrededor del grueso tronco, anclado en tierra con dos muletas metálicas.

“Se lo tiraron con ese anillo”, opina Juan Guillermo.

Su amigo le refuta diciendo que eso fue calculado por ingenieros. Y recuerda que uno de los expertos, ante la pregunta de si el árbol presentaba riesgo de caerse, les contestó: “se mueren los hijos de sus hijos y ese piñón de oreja seguirá ahí, tan campante, igual a como lo vemos hoy”.

Ni los autos que pierden los frenos y se estrellan contra su tronco —“¿Te acordás del camión de escalera que bajaba cargado de mora y fresa que se estrelló hace más de veinte años? No sabíamos qué era sangre y qué jugo de mora”—, lo mueven de su sitio. Tiene, eso sí, un trozo de corteza rota. Las loras y los pericos habitan todo el tiempo en sus ramas. Cuando hay cosecha, hacen fiesta.

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