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El cansancio y la felicidad en la misma fotografía

  • José Fernando Loaiza en la Maratón de París.
    José Fernando Loaiza en la Maratón de París.
10 de octubre de 2015
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Es uno de esos momentos que repetiría sin dudar. Si pudiera volver a hacerlo, volvería a aquel cansancio por las calles de París, hasta donde me llevó este oficio de escribir historias para vivir de alguna manera lo que siente un atleta aficionado en una de las carreras más importantes de Europa y del mundo, y al mismo tiempo lo que puede sentir un ser humano común y corriente de estar al final de un reto personal que valga la pena contar.

Cuatro meses antes, cuando contesté una llamada en la que me preguntaron si me interesaría ir a París para correr una maratón, así no más, no lo pensé siquiera. Ya encontraría la forma de llegar al final de los 42 kilómetros ante una oportunidad de ese tamaño. No creí al principio que fuera del todo cierto ni así de fácil como decir que sí y estar a los pocos días en la avenida de los Campos Elíseos para una trotada por toda la capital francesa, pero la posibilidad ya era ilusión. Entonces: ¿qué había que hacer?
Lea aquí: Rumbo a la maratón de París

Empezando por ese diciembre los meses que siguieron me sirvieron para recordar que con 15 años menos que los 34 que ahora tengo, alguna vez soñé con ser un atleta de élite antes de que el periodismo fuera mi camino más seguro. Como nunca antes di vueltas alrededor de una pista, a veces en la mañana y otras tantas en la noche después del trabajo, antes de que se concretara el viaje. No estaba abandonado porque acostumbro salir a correr por el placer de sentirme vivo, pero era una oportunidad que no sabía cuándo más podría tener y si completaba la carrera, quería hacerlo lo mejor posible.

Por unos días fui casi un atleta de verdad.

Con treinta y tantos kilómetros encima, buscando la salida de la zona urbana por el occidente de la capital francesa, entre los primeros 200 corredores de 54.000 que partimos esa mañana tras los atletas sobrehumanos de Etiopía y Kenia, fue que comencé a sentir que las fuerzas no son infinitas, después de dos horas corriendo el tiempo pesa en las piernas, algo que quedó registrado en esta foto, aunque de paso la aventura más valiosa que he podido compartir con quienes me acompañaron, también ilusionados en la madrugada de nuestra casa, cuando yo era unas horas más viejo avanzando en la mañana del otro lado del Atlántico.

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