Querido, leído y conversado Víctor, en estos momentos de gripa porcina (lo que implica que todo el que tosa y moquee será un excluido y uno más de la variada gama de gente en proceso de señalamiento), lo he recordado a usted, pero no en relación a cerdos (lo que podría ser porque usted tiene cara de finquero) sino a un libro de Moacir Sliar llamado El ejército de un hombre solo. Y esto se debe a que alguien que se mantenga en sus trece, que no venda sus principios ni ejerza la traición, que evite la paranoia intelectual y no ande por ahí tratando de dañar a otro, es ya un asunto raro. Pero también algo bello, en especial en un medio donde la cultura es una metáfora de la antropofagia. Hay que ver cómo se destrozan los intelectuales en este país, ejerciendo los odios y envidias más delirantes. Debe ser cuestión de mala alimentación y mala cama. Y de leer libros mal traducidos, eso pasa.
Pero el asunto del que trataré será otro. O será de usted, que se ha encargado de escribir la historia oculta de Medellín, la de los seres malditos cultos, la que se niega, esa que se trata de cubrir con bambucos y tangos anacrónicos y con el silenciamiento de escritores, dejando los espacios urbanos prohibidos a los rateros, a los borrachitos inofensivos y a las mujeres de la calle. Ya se sabe, la mejor manera de que la ciudad sea un paraíso es negar lo que dicen los novelistas y los poetas buenos, lo que se sabe (porque se ve) pero no se quiere descubrir, lo que ha pasado pero se cubre de olvido así como se pavimenta una calle, echando brea caliente encima. Cuando leo sus textos, en especial su libro Darío Lemos, cuando poeta muere, veo que la ciudad silenciada está ahí, que se mueve y regurgita. Es.
De las ciudades hay mucho que decir. Pero una ciudad no son espacios sino ciudadanos, gente que se integra a vocaciones urbanas (morales e inmorales), que habita presencias (como decía Fernando González) y se desarrolla en ellas de acuerdo a sus miedos, ilusiones, conocimientos y demoliciones. La ciudad que usted cuenta, querido Víctor Bustamante, está en proceso de demolición, en camino hacia la nada (como era la propuesta escatológica de los nadaístas). Y entre la oscuridad y el moho, entre los fríos y el abandono, crecen flores del mal, como en los poemas de Charles Baudelaire, que si bien asustan, son flores que dan luego frutos, no sé si envenenados o secos. O de papel periódico con noticias amarillas. El caso es que ahí hay una ciudad que se nutre de sí misma. Y que se niega a ser negada.
Víctor Bustamante (Barbosa, 1954), se ha preocupado por la ciudad escondida. Sus trabajos sobre Luis Tejada y Darío Lemos, su Papa de Barbosa (Pedro II), su novela sobre los teatros de cine (en proceso de conclusión), le dan un espacio en la literatura. Y en la red, ya que no le teme a las nuevas tecnologías y está ahí.
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