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Bolsita para el mareo

  • Juan David Ramírez Correa | Juan David Ramírez Correa
    Juan David Ramírez Correa | Juan David Ramírez Correa
03 de octubre de 2011
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Tres horas de carretera separan a Neiva de Pitalito, en el Huila. A lado y lado de la vía hay un paisaje de ensoñación. Montañas y llanuras únicas. Mientras "ventaneaba", una pregunta: ¿De quién son esas tierras? Probablemente de empresarios dedicados al cultivo de café o arroz. Pero como aprendí a ser desconfiado, quién quita que sean de personajes de la nefasta fauna criolla: políticos que abusan de la función pública para valorizar sus propiedades o guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes que a punta de violencia se quedaron con ellas. A la larga, sea quien sea el dueño de la tierra, el campo siempre ha sido motivo de conflicto en este país. Pille lo que le voy a contar.

El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) presentó el Informe de Desarrollo Humano 2011: Colombia Rural, Razones para la Esperanza . El documento analiza la triste realidad del campo colombiano, en el que habita el 35% de la población y donde el 64,3% de sus habitantes vive en pobreza. A eso, súmele el componente de desigualdad que hay, lo cual, simplemente traduce una cosa: la tierra está en pocas manos. La cifra no miente: el 1% de la población es dueña del 50% de la tierra.

La tierra productiva está mal usada. Hay 21 millones de hectáreas aptas para el cultivo de alimentos pero solo se usan 4,9 millones. En cambio, la ganadería utiliza 18 millones más de hectáreas del potencial que tiene el país para esto. Otra pata más: la violencia mantiene vivo el drama del desplazamiento. La tierra en Colombia ha pasado de manos en manos de cualquier forma: comprada, quitada, robada, arrebatada a bala. 6,5 millones de hectáreas han sido despojadas a sus dueños por culpa del conflicto. En el primer semestre del año fueron desplazados 89.750 colombianos y detrás de cada una de esas personas hay una estela de dolor y muerte. Como si fuera poco, el gobierno reveló que el expolio de tierras es absurdo. Por ejemplo, en el Meta se estima que fueron arrebatadas a sus propietarios 187.700 hectáreas, equivalentes al 20% del departamento.

Ante semejante panorama, ¿de qué clase de desarrollo del campo vamos a hablar con semejante abismo entre lo rural y lo urbano? Las iniciativas para corregir el caminado siempre saltan a la vista, pero nos ha pasado lo del típico refrán: del dicho al hecho hay mucho trecho. Lo cierto es que históricamente se le ha fallado a quienes se han roto el lomo arando la tierra, al campesino raso.

No le demos más vueltas: en un mundo donde la escasez va a jugar malas pasadas, Colombia tiene la pepa del cogollo por el gran potencial de recursos que aún tiene. Ahí está el futuro del país. Si no le paramos bolas, pues apague y vámonos. ¿Para dónde? Ni idea. Pero si no resolvemos el conflicto agrario, estaremos totalmente rezagados del mundo globalizado y así, el país será inviable. Queda un camino: hacerse los de las gafas oscuras o asumir el reto de sacar adelante al campo. Para eso se debe garantizar la seguridad, reformar las instituciones relacionadas con el campo, plantear nuevas reglas de juego y hacer una verdadera política de tierra que garantice los derechos de quienes la explotan y la trabajan.

Hoy, después de escribir esta columna, lo único que agradezco es haber conocido el informe de Naciones Unidas después del viaje a Pitalito. Si lo hubiera conocido antes, y frente a semejante panorama, les juro que facilito me hubiera tocado pedirle al conductor bolsita para el mareo.

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