Richard Hoolbrooke, el negociador norteamericano que debía enfrentar la mirada de Radovan Karadzic durante los días de guerra de 1995 en Sarajevo, recuerda con claridad el rostro de su contraparte en la mesa de un refugio de caza en las afueras de Belgrado: "Tenía una cara grande, de mandíbula pesada, mentón pequeño y ojos sorprendentemente tiernos". Según parece esos ojos, además de sus habilidades como vendedor de paraísos, sirvieron para que Karadzic se convirtiera en el más singular de los prófugos. Una especie de iluminado envuelto en una barba venerable, repartiendo los poderes de la "energía vital" entre sus pacientes y una fina amabilidad entre sus vecinos. Algunos de ellos todavía se duelen de que el único hombre espiritual y enigmático de un suburbio de torres altas acostumbrado a la maledicencia y los pleitos vulgares, haya resultado ser un criminal de guerra: "Me da mucha lástima, ojalá hubiera sido cualquier otro de mis vecinos y no él".
Karadzic ha logrado romper el lugar común que entrega a los prófugos célebres, sean nazis, mafiosos o asesinos en serie, un paraíso perdido en el Caribe o en los Andes suramericanos y una vida dedicada al ajedrez o a la hermosa amputación de los bonsáis. Y al mismo tiempo ha alentado el sueño misterioso de las vidas múltiples, la posibilidad novelesca de elegir un destino inesperado a mitad de camino. Un jefe de gobierno acusado de matar a miles de personas por el simple hecho de "ensuciar" la pureza de su pueblo, puede convertirse en un carismático vendedor de placebos: un cómico de tercera según los descreídos o un cósmico de primera según sus discípulos. Karadzic seguía caminando las mismas calles de Belgrado y tenía el humor suficiente para visitar un bar llamado El Manicomio a la hora de sus vinos. No había olvidado sus dotes de psiquiatra.
Me dirán que Adolf Eichmann, jefe de logística de los campos de concentración, y Josef Mengele, médico de horrores de Hitler, ya habían mostrado el tortuoso camino de las mutaciones radicales. Y que Karadzic es un simple alumno. Pero sus oficios en Argentina, Paraguay y Brasil carecen del encanto del médico en busca del "quantum humano". Eichmann comenzó con una lavandería, luego trabajó para una empresa de sanitarios, intentó criar conejos según su experiencia de carcelero y terminó como electricista de la Mercedes Benz. Fue un pésimo empresario y un empleado modesto. Y en las tardes de nostalgia dictaba sus memorias, seguía siendo Eichmann y no Klement como decía su pasaporte. Mengele, por su parte, fue un poco más divertido y más cínico. Dedicó sus primeros días a regentar con mano de hierro una juguetería y más tarde fue socio de una empresa farmacéutica. Terminó como inquilino de cuotas atrasadas en un rancho de una favela en Brasil.
La estampa bondadosa de Karadzic también me hizo recordar a Daniel "El Hachero", el más famoso asesino de nuestra prehistoria de matones, autor del crimen del Aguacatal. Luego de su fuga Daniel Escovar terminó sus días en Urrao como un modelo de virtudes cívicas: "Ciudadano correcto, todo un caballero y de un talento natural privilegiado. Contrajo matrimonio y en el hogar fue esposo y padre ejemplar". Dicen que muchos lo lloraron al momento de su muerte, como ahora algunos enfermos de Belgrado lloran la muerte de Dragan Davic, el doctor de las esferas que encarnó Karadzic durante 13 años. Un número mágico.
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