Hace ocho días en mi columna prometí hacer algunas reflexiones sobre el desarrollo de las ciudades y su apertura al turismo.
Cuando conocí a Praga, hace unos nueve años, un amigo me dijo que tenía la fortuna de conocer una ciudad que jamás sería igual.
Quienes la han conocido coinciden en que es una de las joyas europeas, no sólo por su arquitectura sino por su cultura y su gente.
No me refiero sólo a la belleza sin igual de sus mujeres sino a una bonhomía que se percibe en todos sus habitantes. El teatro negro, el jazz callejero y exclusivo y los conciertos de música clásica no sólo en teatros sino en cada iglesia crean un clima cultural extraordinario.
Después de esos nueve años volví a Praga y constaté que mi amigo tenía razón en su planteamiento. El embrujo de Praga hizo que la comunidad económica europea se volcara en su ayuda y ayudara a la recuperación de sus edificios y monumentos.
Es una ciudad que luce hermosa y que, abierta al mundo, ha refinado su oferta turística.
Ya iniciado el otoño, había pasado un festival de verano, con más de treinta mil visitantes. Sin embargo, aunque había bajado el turismo, les digo que todavía eran hordas humanas recorriendo sus calles.
Miles y miles de visitantes en restaurantes, cafés teatros, iglesias, museos y calles. Hay sectores de ella en que uno podría decir que es un restaurante continuado.
Lo que quiero significar es que uno tiene la sensación de que Praga ha sido "secuestrada" por el turismo.
Sin duda alguna los ingresos por este renglón deben ser significativos y aunque encarece los servicios, también provee de trabajo y de mejores ingresos a sus habitantes.
Pero de alguna manera los originarios de Praga perdieron sus rincones, sus sitios que guardan recuerdos, las nostalgias y los que marcaron su historia.
El mundo se ganó una bellísima Praga y sus habitantes perdieron muchos de sus encantos para vivirla a diario.
Pensando en Medellín, nuestra amada ciudad, se me ocurrió este interrogante: ¿qué queremos de ella?
A Medellín la hemos destruido y reconstruido permanentemente. Poco nos queda del pasado. Sólo unas fotos del Teatro Junín o el viejo Palacio Arzobispal.
Es una ciudad siempre volcada al futuro. Y eso está bien si lo que buscamos es hacerla mejor para sus habitantes.
Todo plan urbanístico, todo plan de desarrollo no puede tener otro objetivo que la mejor calidad de vida para el ciudadano.
Hay que buscar ese difícil equilibrio de una ciudad para sus habitantes y también para sus visitantes.
En un examen de conciencia, los que hemos tenido responsabilidad de dirigir la ciudad y los que la tienen ahora, podríamos preguntarnos, ¿estamos construyendo una ciudad para vivir o para mostrar?
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