Edificar la paz con las Farc ha resultado, retomando apartes de las palabras pronunciadas por esa misma guerrilla el 18 de octubre de 2012 en Oslo, Noruega, una excavación profunda y lenta, muy lenta, para penetrar la voluntad de piedra de sus negociadores.
Estos doce meses apenas han permitido evacuar un punto de la agenda con la que las partes llegaron a sentarse a la mesa de negociación, un mes después, el 19 de noviembre, en La Habana. Y en estos 365 días las Farc no han parado de hacer disparos, de poner bombas y de tender emboscadas. No han sido capaces, en consecuencia, de ganar la credibilidad ciudadana en sus promesas de terminación del conflicto ni en el éxito de un proceso que ya cojea.
En aquella instalación de los diálogos, esa guerrilla se autoproclamó como una "respuesta campesina y popular a la agresión latifundista y terrateniente que inundó de sangre los campos colombianos usurpando tierras de campesinos y colonos".
Esta semana, el exguerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos señalaba precisamente lo contrario: que las protestas campesinas recientes en Colombia expresan que los labriegos se han ido zafando de ese viejo orden rural marcado por la violencia (guerrillera y paramilitar), una violencia que les impedía tener una voz propia, una voz autónoma que ciertamente no es la voz de las Farc.
Las cuentas son lapidarias: hoy las Farc, entre hombres-arma, milicianos y base social orgánica, no suman más de 20.000 personas, y es obvio que su discurso y sus acciones difieren del querer de la mayoría de 45 millones de colombianos: que las guerrillas se desmovilicen, sin impunidad, sin concesiones extravagantes y en un tiempo breve; es decir, sin convertir a Cuba en un parapeto desde el cual nos repiten, mes a mes, indefinidamente, su discurso hecho y contrahecho de utopías marxistas.
Hacemos la salvedad de los pocos momentos en que el Gobierno y las Farc han logrado coincidir en cierto espíritu de sensatez para darnos la idea de que la terminación del conflicto armado está cerca y es posible. Pero esa emoción de la buena fe se ve diluida por los muertos y heridos que aún seguimos contando, resultantes de los ataques de las Farc, por ejemplo, la última semana en Chocó, Antioquia, Córdoba, Cauca, Guajira, Putumayo y Nariño. Entre sus blancos se contó un bus civil de transporte intermunicipal.
Las Farc se dicen dispuestas a avanzar, mientras lanzan a la arena preelectoral solicitudes provocadoras en torno a su interés de una Asamblea Constituyente y de estudiar el aplazamiento de las conversaciones hasta después de las elecciones. Usan frases chocantes para despreciar los mecanismos de justicia transicional y el inevitable requisito de una refrendación popular de los acuerdos. Calientan a Gobierno, oposición y opinión.
Hemos acompañado al presidente Juan Manuel Santos en el empeño de hallar una salida dialogada al conflicto, pero creemos que sus exigencias de celeridad y resultados a los negociadores, en especial a la guerrilla, empiezan a vaciarse de sentido y convicción. Analistas consultados por este diario vislumbran que se requiere, como mínimo, un año más de conversaciones. Mientras tanto, el Gobierno calla y no nos dice cuánto más está dispuesto a mantener la mesa.
Además, en la cuerda floja camina la aspiración reeleccionista, incierta y atravesada, del Presidente. Terminar el conflicto en estas condiciones nos resulta tan árido y duro como aquel discurso "pétreo" de las Farc, un año atrás.
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