Los últimos meses del 2010 y parte del 2011 quedaron marcados en la historia de Colombia como el periodo en que el fenómeno de La Niña arrasó con la tranquilidad de más de dos millones de personas.
Las imágenes de las casas destruidas de Gramalote, de la inundación en el sur del Atlántico tras la ruptura del Canal del Dique o de las de miles de viviendas y cultivos que quedaron bajo el agua demostraron los peores efectos del fenómeno. Casi dos años después, los líderes de las comunidades afectadas siguen luchando para que sus poblaciones tengan calidad de vida.
Estas son algunas de las historias que compartieron, en Bogotá, esos líderes que construyen país, con el apoyo de Colombia Humanitaria.
Concejala de un Pueblo sin tierra
Ana Belén Pineda recuerda que cuando era pequeña su abuela le decía que sobre Gramalote había una laguna que estaba trancada con una piedra y dos cadenas y que cuando esa atadura se rompiera el pueblo se acabaría.
El rompimiento ocurrió en diciembre del 2010 y aunque no fue por cuenta de la laguna escondida, una falla geológica sí les recordó su fragilidad a los gramaloteros y se sumó en una combinación perversa entre el sismo que azotó a la población el 17 de diciembre y la intensidad del fenómeno de La Niña.
Muchos gramaloteros terminaron en Cúcuta, donde Ana Belén intentó seguirles el paso, para que su pueblo no se desintegrara. Con ayuda de la Cruz Roja y de Colombia Humanitaria logró atenderlos con mercados y enseres de primera necesidad.
“Un día me fui con un profesor a repartir pijamas, pañales, cobijas e iba apuntando el teléfono de la gente que estaba regada en Cúcuta”, contó Ana Belén, quien confiesa su aversión por la política, pero que por la situación que vive su pueblo decidió postularse como concejal.
Hoy aspira a que el país no se olvide de su pueblo, cuyos habitantes llevan 20 meses deambulando sin destino cierto. “No perdemos las esperanzas de que el presidente Santos no nos olvide. El municipio tiene himno y bandera, queremos regresar”.
María Isabel no clauidicó
A María Isabel Escobar la lluvia se le llevó todos los cultivos de yuca, maíz y frutas que ella y su marido habían sembrado por meses.
“Se nos murieron los animales, además no podíamos salir porque no teníamos a dónde ir, y el campesino vive de lo que él trabaja”, relata la mujer oriunda del corregimiento de Tío Goyo, en El Piñón, Magdalena.
Su familia fue una de las afectadas cuando el mapa de la Costa Caribe colombiana se desfiguró por las lluvias, en el primer trimestre de 2010.
Cientos de personas tuvieron que salir de sus casas, para no morir junto a sus parcelas.
Pero María Isabel se quedó porque su casa aguantó los embates del río Magdalena. Y de la mano de Pastoral Social, que llegó a la zona del desastre, se organizó con los vecinos para apoyarse y no tener que abandonar sus fincas.
Crearon comités de trabajo y ahora están fortaleciendo la organización campesina, para saber qué terrenos son aptos para los cultivos y qué pueden hacer como grupo ante una eventual emergencia y disminuir el impacto de la tragedia. “Cuando llegó Pastoral Social comenzamos a analizar por qué se nos había metido el agua, por qué se había perdido la cosecha, y nos dimos cuenta de que los cultivos no se estaban haciendo donde se tenían que hacer y que las casas no estaban protegidas”.
Bajo el agua y en medio del conflicto
En abril de 2011 las lluvias cayeron tan fuerte sobre la vereda El Carmen de Pioyá, en Caldono (Cauca), que un pedazo de montaña se vino encima de la escuela y de las casas de 22 familias, que tuvieron que salir de sus viviendas sin tiempo de rescatar nada.
Nancy Campo, una indígena que vivía en la vereda, recuerda que desde 2009 se habían presentado agrietamientos en algunas casas por cuenta de otras lluvias y que, incluso, a algunas se las iba tragando la tierra a centímetros cada día.
Pero fue la ola invernal, que trajo el fenómeno de La Niña, que los habitantes de Carmen de Pioyá tuvieron que salir hacia un terreno plano cercano al corregimiento, donde permanecieron durante ocho meses en carpas.
Además de la incomodidad propia, el problema para estas familias era el de estar ubicadas en una zona de influencia de grupos armados ilegales que combaten con el Ejército. Hoy los damnificados están en albergues temporales que construyó Colombia Humanitaria en la misma zona donde estaban las carpas, mientras se les aprueba un proyecto de vivienda definitivo.
Entre tanto, mujeres como Nancy son las que impulsan la economía de sus pueblos, con la producción y venta de artesanías elaboradas con lana de oveja, que les ha permitido mantener sus hogares pese a las dificultades.
La Niña consentida de los pescadores
La noche en que Maximina Torres sintió correr el agua del río Magdalena entre sus piernas dentro de su propia casa, la invadió un sentimiento de pánico. Sus enseres se dañaron, pero ella pudo salir con sus dos hijos, Rosa y Juan José, quienes para entonces tenían nueve y once años, respectivamente.
La mayor riqueza de Chimichagua (Cesar), el municipio que vio crecer a Maximina, es el agua dulce que llega en cantidades por cuenta de los ríos Magdalena y Cesar, y por la ciénaga de Zapatosa. Sin embargo, este paraíso también fue su perdición, cuando el fenómeno de La Niña incrementó las lluvias por encima del promedio histórico.
El invierno afectó la producción pesquera, el motor de esta región, que vive sólo de lo que saca del río. “La gente tiraba su trasmallo y si agarraban dos o tres pescados era mucho”.
Como ella sabía que más allá de la comida y vivienda, lo que necesitan los pescadores es trabajo para sostenerse, se ideó un proyecto de aulas flotantes para que los pobladores produjeran pescado de forma sostenible.
El proyecto fue aprobado por Colombia Humanitaria. Ahora están en el proceso de capacitación para que aprendan a manejar el sistema, que les permitirá tener pescado aún en épocas de crisis y, de paso, ayudar en la conservación de la ciénaga y de los ríos que son explotados en su recurso piscícola.