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Dolor ajeno causa el hipódromo

10 de febrero de 2009
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La puerta de hierro, asegurada con una cadena gruesa y oxidada, y un candado gigante, impide el paso de los visitantes. En el suelo, un amarillento cartel da cuenta del segundo remate de Hipocomuneros.

La maleza abraza todo lo que se le atraviesa a su paso y la hierba ya comienza a extenderse por encima del cemento de la vía de acceso. Todo es desolación y silencio. Con lo primero que uno se topa allí es con una puerta pesada que no deja ingresar al que fuera el centro hípico más importante del país: el hipódromo de los Comuneros, en Guarne.

¡Ah tiempos aquellos! Tardes, por lo general, de gloria.

Las tribunas metálicas están desmontadas y sus techos deteriorados, como si hubiese pasado un huracán que solo dejó la estructura, y tiró las pesebreras al suelo.

Este escenario que fue construido para unas 4.000 personas, que invitaba a tirarse en la grama por lo bien que la mantenían o que llamaba la atención por su limpieza, da grima, hasta ganas de llorar si se piensa en lo que fue un lujoso pasado.

Lo que ayer era un corre-corre de gente, preparando los caballos, o llenando los tribunas, es apenas un recuerdo pasajero. Solo dos personas, un celador de la empresa Miro, y un ayudante de corral, a quien se podría denominar el "último de los mohicanos", que saca a dar vueltas a Rápido y Furioso lo mismo que a Ultimate, los únicos ejemplares que sobreviven de lo que fue una caballada de más de 200 animales, habitan el lugar como testigos de un presente desolador y lamentable.

Recorrer cada uno de los lugares que hicieron parte de Los Comuneros es pensar en qué fue lo tan grave que pasó que llevó a la bancarrota a una empresa próspera que brindó espectáculo, trabajo y publicidad. Y pensar, igualmente, en que aquellos que no fueron leales en el juego, que arreglaron carreras, que hicieron aburrir a los apostadores, deben sentir el rigor de ser señalados como principales culpables. Desde luego también aquellos directivos que no supieron administrar el poco o mucho dinero que entraba.

Ya no hay fiesta. Ya el hipódromo vive su final, así aún no se sepa en qué van a parar sus terrenos. En el pasado quedó la fiesta que se vivía cada ocho días. No importaba ver toda la programación de pie y embarrarse cada que llovía. Se disfrutaba de verdaderas carreras de caballo. Se degustaba del deporte de los pura sangre y se le daba empleo a más de 2.200 personas, entre entrenadores, jinetes, propietarios, ayudantes de corral y trabajadores indirectos que hicieron sobrevivir a muchas familias.

Pero Comuneros se resiste a morir. Todavía existe una luz al fondo del túnel, esa que la tiene viva Etesa, con tres licitaciones que se definirán en marzo y que podrían darle respiración artificial al fantasmagórico escenario.

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