Con veinte años de vivir en Bolombolo, a Héctor Flores ya se le olvidó cuántas veces ha perdido sus enseres y cuántas ha tenido que encaramar colchones y electrodomésticos en un zarzo de su casa.
Que tampoco es un zarzo en sí, sino una solución "chibcha" al problema que por los siglos de los siglos ha azotado a este corregimiento de Venecia, en el Suroeste.
"Acá las casas se hacen con los muros más bajos que el techo para poder adecuar tablas y ubicar las cosas con cada inundación", comenta Héctor, que por enésima vez ve su casa enfangada luego de que las aguas del río Cauca se le entraran casi un metro de alto y lo obligaran a arrumar todo mientras pasaba el chaparrón, es decir, mientras las aguas se van con la corriente y retorna la calma a los bolomboleños.
"Lo peor es que no tenemos ayuda, en campaña los políticos vinieron, pero ya no les interesa esto", añade Héctor, que espera ayuda oficial para él y su gente.
En un kiosco en mitad de la calle principal de La Plaza, el sector más afectado por las inundaciones del fin de semana, se oye algo así como un memorial de desdichas.
Hay allí reunidas varias señoras y algunas madres jóvenes recién salidas del parto que instalaron sus camas para pasar los días y las noches con sus bebés, pues en las casas de inquilinato donde vivían, el agua entró por zaguanes y se fue repartiendo pieza a pieza, hasta encaramarse a las camas y hacer invivible la vida.
"Tengo dos niños y me tocó refugiarme acá porque en la casa, por la humedad, no lo puedo tener", apunta Bibiana Echavarría, que está en este kiosco desde el 12 de octubre, cuando el río se metió por primera vez a las calles.
La ventaja del kiosco, que es de material, es que no tiene muros, entonces el aire circula más fresco en una localidad donde la mayor parte del tiempo hace un calor infernal, superior a los 30 grados, con el cual las carpas se hacen inhabitables.
Ella comparte el lugar con otras dos muchachas: su hermana Kelly Johanna y Sandra Cortés, cada una con dos niños. Ni se imagina uno cómo hacen para ubicarse tantos en un espacio tan reducido.
El sofoco les alborota los ánimos y por eso, sin pelos en la lengua, se despachan contra la Alcaldía porque consideran que no los ha atendido debidamente en este drama.
Un mar de barro
"Por acá usted no le ve la cara a la inspectora sino un ratico los jueves, no hay corregidor, no hay sede de la Alcaldía ni nada y las ayudas del Dapard se pierden porque acá a nadie le han dado ni un mercado", comenta John Jairo Vélez, un líder que no está afectado por las inundaciones pero al que le duele -dice- la triste situación de sus coterráneos.
Entre las que más se quejan está Elena Vélez, pues no considera justo que en los planes de reubicación -que abarcan a más de 230 familias- estén sólo los propietarios, mientras que a los inquilinos los ponen de parias. "Somos los que de verdad necesitamos las casas y no los que nos arriendan, que viven cómodos", sostiene.
Mientras oye estos lamentos, Oliva Montoya tose y se queja porque la humedad de su casa la tiene enferma. Oliva es madre de Bibiana y Kelly y mientras sus hijas salen a rebuscarse la comida para los niñitos, ella los cuida "de todo mal y peligro".
En medio de tantos olvidos, los afectados agradecen al comandante de la Policía, Jorge Palacio, como el único que se preocupa por ellos y les lleva ayuda. También al padre Orlando Arango.
"Él nos ayuda con carpas y está pendiente de todo", dice doña María Aurora Sánchez, que cuida una carpa en la que está alojada su hija en pleno parque central.
Paradójicamente, a la entrada de este refugio no se asoma la tristeza. Una instalación de bombillitas de luces ya está colgada en la "puerta" y en un rincón está puesto un árbol con un letrero que dice Feliz Navidad. Doña Aurora no sabe si diciembre les tocará allí, pero "al mal tiempo hay que hacerle buena cara", dice.
Bolombolo es un mar de lodo. Se ve ruina, pues al Cauca crecido no se le pueden sacar ni oro ni pescados ni arena, las tres cosas de las que viven los ribereños. "Ese es el drama de este pueblo, la extrema pobreza de la gente", comenta el padre Orlando.
"Espero que no se crezca esa quebrada -El Guaico, a la que le temen más que al río porque no avisa la crecida- y me deje con la mera pijama, como ya me tocó una vez", comenta una señora, y remata diciendo que no le ponga el nombre, pues "no me gusta la pantalla". Las demás ríen. Lo hacen tal vez para no llorar...
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