El crecimiento de bandas delincuenciales dedicadas al ajuste de cuentas, al atraco, la venta de droga, el sicariato, han convertido a algunas ciudades de Colombia en espacios de terror. Los fenómenos propios de cada ciudad se originan en situaciones semejantes y generalmente tienen su explicación en la aparición de grupos delincuenciales. Pero la raíz de este grave problema es más profundo: las precarias condiciones socioeconómicas de los ciudadanos y la falta de oportunidades para los jóvenes.
Varios estudios han señalado que una sociedad que maltrata a sus adolescentes y jóvenes, segregándolos, conlleva a que sean éstos quienes reproduzcan con fuerza ciertos fenómenos de criminalidad: el sicariato y el consumo de droga son dos de ellos. Así pues que la transmisión generacional de la violencia ha golpeado la escala de valores de la sociedad y ha sembrado el miedo en la población. Ello nos entrega ya una primera conclusión: la violencia engendra violencia.
No hay duda de que los menores, víctimas o victimarios, son los principales protagonistas de la inseguridad de las ciudades y, sin embargo, son pocas y débiles las estrategias eficaces que garanticen en el tiempo acabar con estas bandas criminales y que azotan a algunas ciudades del país. Los organismos de seguridad encargados de hacerlo solo capturan o dan de baja a sus cabecillas, pero jamás atacan a fondo sus estructuras, razón por la cual surge de inmediato otro que lo remplaza con más intensidad criminal.
Pareciera que el crimen urbano superara todas las tendencias delincuenciales con una población inerme, aterrorizada ya no por lo que pudiera pasar con sus bienes materiales, sino con su propia vida.
Los gobiernos locales demandan más pie de fuerza para controlar este fenómeno que se ha convertido para la sociedad en flagelo. Aunque, paradójicamente, se dan casos particulares, como el del alcalde de Barranquilla, Alejandro Char Chaljub, mandatario con un alto índice de favorabilidad frente a su gestión, que rechazó el envío de más tropa porque considera que la solución no se encuentra incrementando el número de policías, sino invirtiendo más recursos en estrategias que permitan contrarrestar las causas que originan esta problemática y, fundamentalmente, la pobreza.
En las grandes ciudades, por ejemplo, han localizado zonas críticas donde se han establecido delitos como el atraco callejero, el consumo de droga, prostitución y el homicidio. A partir de estas referencias se han diseñado planes puntuales como los toques de queda y más presencia de la fuerza pública, pero, la movilidad de estas bandas hace que se desplacen con facilidad a otros sitios de la ciudad, para evadir el control de las autoridades.
El tema está al orden del día, no solo en Colombia sino en ciudades latinoamericanas como Caracas, Buenos Aires y Santiago de Chile, como señala un extenso e interesante análisis publicado por un importante diario capitalino. Ocupan el más alto índice de criminalidad urbana con relación al resto de países, no obstante también por otra parte tienen el mayor número de policías por habitante, como el caso del Perú, que ocupa el primer lugar.
Lo cierto es que los programas de seguridad arrojan resultados poco favorables, razón por la cual se explica el cambio frecuente de comandantes de policía. Sin embargo, ello es un "paño de agua tibia" que no soluciona la responsabilidad de quienes plantean las políticas sociales que se requieren: nuevas estrategias, recursos y creatividad para combatir estos flagelos urbanos. Es preciso, en ese trabajo considerar que nuestras ciudades se han desarrollado vertiginosamente, quedando claro que no son las mismas de hace 30 años, es decir, necesitan niveles más exigentes de seguridad.
La falta de políticas públicas que combatan el crimen en las calles ha llevado a que crezca en las ciudades este problema. Es preocupante y es urgente hacer algo para solucionarlo.
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