Gran parte de los colombianos nos intoxicamos, hace décadas, con dos peligrosas nociones de aplicarles "justicia" a los demás: la primera es aquella clásica del pensamiento maniqueo con el que nos clasificamos y dividimos entre "buenos y malos". La otra es la que se refiere a que hay gente que merece ser exterminada y con ello se justifica su asesinato, sin importar las circunstancias ni el modo.
En esta edición del periódico, los invito a leer las reflexiones de un sacerdote que lucha contra esos equívocos que alientan la mentalidad de exterminadores de tantos colombianos. Esa doctrina de los odios extremos que nos impide un suspiro de racionalidad y humanismo, para condenar la violencia con signos de barbarie que se ha ejercido, por ejemplo, en medio del conflicto armado interno, contra los civiles indefensos y también entre los combatientes.
Dice monseñor Darío Monsalve, arzobispo de Cali: "Ese es el tema clave del cambio cultural que tiene que tener el país porque la peor consecuencia de tantos años y quizá siglos de violencia es la de haber familiarizado al ser humano con el asesinato, con la eliminación del contrario; la de utilizar toda esa agresividad humana para el exterminio. Entonces, aquí hemos sido exterminadores unos de otros; ni siquiera depredadores sino exterminadores, y esa mentalidad del asesinato y la depredación humana que incluso ahora llega a extremos tan esquizofrénicos como desmembrar un cadáver. O sacar un cadáver de una fosa, como lo hemos vivido aquí en Cali, que llevaba dos meses de sepultado para volverlo a aporrear y a quemar. Son enfermedades, son patologías de violencia".
En torno a la reciente polémica sobre las víctimas que deben ir a Cuba para exponer sus reclamos, sus denuncias y sus demandas de justicia ante el Gobierno y las Farc, aflora de nuevo esa mentalidad de polos opuestos. La de las dos orillas que pareciera nunca se van siquiera a acercar.
Que a La Habana solo deben acudir "las víctimas del narcoterrorismo de las Farc". Que se deben incluir los soldados y policías blanco de las minas terrestres, pero que no las familias de guerrilleros muertos, entre otras circunstancias, en estado de indefensión. Tampoco deben estar las víctimas de los "falsos positivos" de las Fuerzas Militares ni las de los grupos paramilitares.
Reaparecen, entonces, esos discursos que muestran que aquí hay muertos de primera y muertos de segunda. Muertos que merecieron ser asesinados y otros que no. Y este país, incluso tan católico, busca la manera de justificar la aniquilación de algunos ciudadanos. Va llegando la hora de aprender que ningún asesinato nos conviene ni permitirá nuestra reconciliación civilizada.
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