A Silvio Berlusconi lo han podido matar. En la plaza del Duomo en Milán, donde al primer ministro italiano le cortaron la cara, le rompieron la nariz y le tumbaron dos dientes; todos los elementos de un magnicidio se conjugaron a la perfección. Un creciente sentimiento de odio, un tumulto y un loco.
Por suerte, para una Europa agitada que lo último que necesita ahora es un mandatario muerto, el ataque se dio con una iglesita de porcelana y no con un revólver.
Una iglesita le ha cambiado la cara a Berlusconi y puso al mundo a pensar en la imagen que tiene del mandatario. El estirado y engominado rostro del poder en Italia ha recibido un golpe que significa mucho más que una agresión física. En la bota itálica se respira un desprecio en aumento por la figura folclórica de un líder que durante muchos años ha logrado increíbles esguinces a la ley.
Berlusconi sonríe ante las acusaciones de corrupción, bromea sobre sobornos comprobados y alega furioso cuando se descubren fotos de sus bacanales, con drogas y prostitutas, en sus casas de verano. No las desmiente con argumentos, solo gruñe.
Massimo Tartaglia, el hombre desquiciado de 42 años que realizó el golpe, es al mismo tiempo el millar de personas que recorrieron hace unos días las calles europeas para protestar contra todo lo que representa Berlusconi. Tartaglia es también el grupo político de oposición que asegura que es vergonzoso para Italia tener de primer mandatario a un donjuán, rico y extravagante. El agresor son los grupos que desde Facebook incitan al odio contra el político.
Obviamente nada justifica que a uno le tiren una iglesita en la cara. Nada avala un ataque violento, sea verbal o físico, pero Italia reconoce hoy que desde el poder se exaltan los ánimos.
Tanto oficialismo como oposición vieron en la cara ensangrentada del Primer Ministro las consecuencias de arengas groseras que para un fanático se traducen en órdenes de ataque. Hoy es una iglesita pero mañana puede ser una bala.
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